Cultura

Festejos en tiempos violentos

En México nos reímos de la muerte y ahora la padecemos como nunca. La tradición es festejarla y carcajearnos con mezcal y tequila. De llorar y vestirnos de ella. Y también vestir a nuestros hijos, nietos y hermanos. Visitar los panteones y salir a la calle con sonrisas de calavera. Hoy más que nunca las calles se visten de muertos como una forma de festejar a los ausentes, pero al mismo tiempo de jugar, porque así somos. Dicen que este es uno de los países más felices del mundo, pero encuestas también mienten.

Festejos en tiempos violentos
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Desde que el 007 trató el tema con escenas de acción en calles de la capital, el colorido es más variado y la sonrisa más prolongada junto con el gozo del pan y la gastronomía de temporada, como todavía lo hacen algunos empleados de sobrevivientes Sanborns, que ponen a sus meseras vestidas de calacas a vender el tradicional pan azucarado que sabe a bombón. El festejo es de diferentes formas en distintas regiones del país. Entonces los turistas vienen para sumergirse en este inframundo mexica de hoy.

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Y además ellos, los forasteros, entran a esto que ya es un sincretismo y se colorean el rostro dulcemente y participan en los festejos que popularizó un tal James Bond, quien se trepa por los edificios del Centro Histórico de Ciudad de México, como una forma de promover las tradiciones, pero estilizadas, por lo que ahora todos quieren ser Frida y formar parte del mural de Diego Rivera titulado Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central.

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​Y por eso festejamos en las zonas urbanas, donde los centros comerciales colocan ofrendas para ponerse a tono en estos días, donde el pesar parece olvidarse y por eso nos dedicamos a la borrachera y al festejo y a la risa loca. Porque hay que reírse de la muerte y hay que festejarla, como la figura del valiente de la lotería, quien sostiene una botella de aguardiente en la mano y trae un gabán enrollado en el brazo para torear al que se le ponga enfrente.

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Porque así somos.

Nos olvidamos de las penas y solo jirimiqueamos. Son las costumbres que incluyen los viajes al inframundo entre incienso y copal en cementerios donde los que visitantes se sumergen en coloridos altares y sus ofrendas que proliferan.

Festejos en tiempos violentos
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​Hasta competimos para ver quién pone los altares más estrafalarios en recuerdo de los fieles difuntos, como se dice. Mientras los panteones se desbordan de visitantes y las calles son adornadas con flores de cempasúchil y papel cortado. Cada quien a su manera. Y contagiamos a los visitantes. Y los invitamos a vestirse de calacas. Entonces ellos sonríen, lo mismo que sus niños, como esos pequeños que juegan en centros comerciales y en las calles.

Festejos en tiempos violentos
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La alegría de la fiesta es compartida por bebés en brazos. Los pequeños están pintados finamente del rostro. Suaves pincelazos en sus rostros. De pronto sonríen y asustan, porque parecen muñecos de piel lechosa que contrasta con la tez de las jóvenes que los traen en brazos.

—Parecen muñequitos— te atreves a decirles.

—Sus mamás son rusas—comenta una de las chicas y ladea la cabeza hacia donde está sentada la madre que descansa en un pretil del centro comercial, ella con el rostro pintado, sonriente con su boca coronada de una dentadura pintada y sus ojos cadavéricos.

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Y por aquí y allá abundan las sonrisas con dientes pelones. Así es en esto que se mira a ras de tierra. Sonrisas, calaveras y calacas andantes que ya es una industria, como debe ser el número de funerarias en este país donde las muertes por la violencia van en aumento y las madres peregrinan en busca de sus muertos.

Festejos en tiempos violentos
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Por eso por aquí y por allá aparece la llameante sangre amarilla convertida en cempasúchil, la flor para recordar a los ausentes, aunque después de los festejos continúe imponiéndose la realidad, y entonces el mundo seguirá dando tumbos.

Y así, hasta en fin, seguirán la fiesta y el llanto, la meditación, como dictan las tradiciones en un país donde no cesan las muertes violentas, con historias de nunca acabar que se esfuman en la bruma de veredas áridas donde aparece la cotidiana realidad descarnada.

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​Entonces habrá que ir al Centro de la Ciudad y esperar el largo desfile que ha partido de por allá, de Paseo de la Reforma, para después internarse en calles protegidas con mamparas metálicas y policías. La gente se agolpa. Está en espera.

Festejos en tiempos violentos
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La presencia de espectadores compite con la de comerciantes ambulantes que invaden la Alameda Central y sus alrededores, como nunca, donde rivalizan vendedores de empanadas venezolanas con los de banderillas brasileñas y antojitos mexicanos.

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​Y coloridas aguas de sabor en vasos gigantes; perros calientes y montones de sillas y bancos de madera que ofrecen para que usted observe el desfile que ya viene en camino, sin que nadie pueda pasar del otro lado, a menos de que aborde el Metro línea verde, en la estación Hidalgo, y descienda en Juárez.

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En Plaza del Caballitos, mientras tanto, el ruido de tambores y el cascabeleo de danzantes, alrededor de una ofrenda sobre el adoquín, irrumpen sin parar.

Pero ese es otro cantar.

Y otro danzar.

Un mundo que parece apartarse de la interminable parafernalia que desfila en la otra calle, 5 de Mayo, rumbo a Plaza Mayor, con un nuevo sello: de la Cuarta Transformación.

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Humberto Ríos Navarrete
  • Humberto Ríos Navarrete
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