“Nada que no pase —para decirlo en forma bien cursi— por el corazón, me sirve a mí”. Esto lo dijo, en una entrevista, Álvaro Mutis, que este año hubiera cumplido cien años. Y luego iba al fondo del asunto cuando sostenía que todo se jodió a partir de la Revolución francesa “y del triunfo y la imposición del racionalismo como sistema para vivir y para interpretar al mundo”, y añadía: “Hemos perdido la fe en lo mítico, en el lado oscuro que todos tenemos y de donde salen las verdaderas soluciones”.
La fe en lo mítico que tenía Mutis lo hacía pensar que el escritor es sólo el que media entre el papel y esa fuerza misteriosa, que irradia desde de una fuente remota, que es la literatura; y en ese mismo territorio mítico se declaraba monárquico, “porque no soporto que nos gobierne otro hombre como uno”.
Schiller, el filósofo y poeta alemán, operaba como Mutis en el territorio del corazón, pensaba que no hay lugar para el arte y la belleza ahí donde sólo reina la racionalidad; no en vano fue el autor de la Oda a la alegría, que luego pasó por Beethoven y acabó convirtiéndose en el himno europeo. Schiller proponía reunificar el mundo “bajo la bandera de la verdad y la belleza”.
El escritor holandés Rob Riemen (El arte de ser humanos, Taurus, 2023) también opera en el mismo territorio, piensa que el racionalismo que produjo la Ilustración fue un error, pues “nos hizo perder, como sociedad, la conciencia de nuestra relación con la razón trascendental, el Logos de los filósofos griegos”.
El mensaje de estos tres escritores es muy claro y viene muy al caso en esta era nuestra en la que el ciudadano, deslumbrado por los avances científicos, la tecnología y la inteligencia artificial, cree que todo puede resolverse desde la racionalidad y con frecuencia olvida ese lado mítico que fue durante siglos el motor de nuestra especie, y que es de donde salen las verdaderas soluciones. Hagámosle caso a Mutis y, sin ponernos cursis ni sentimentales, procuremos que lo racional pase por el filtro del corazón.