Twin Peaks, la serie que transformó la manera de hacer y pensar la televisión, las historias, los personajes, cumple 30 años de haber aturdido, seducido, conmovido y destruido los esquemas de una generación de espectadores ávida de emoción fuerte y de escapar a la lógica de telenovela.
En México, Twin Peaks de ese enorme catador de extrañezas, David Lynch, aterrizó a la manera de un ovni extraterrestre en el Canal 5 de Televisa sin aviso ni planeación. Por eso como era costumbre de esta plataforma transmitían los capítulos sin ningún orden y al arbitrio de algún funcionario que no sabía la maravilla que estaba en sus manos. Si así lo habían hecho con Señorita Cometa, Meteoro, o con Dallas y Dinastía, no se diga Falcon Crest, por supuesto que no iban a fallar con una obra monumental que se convirtió en objeto de culto.
Tratar de darle una coherencia a la serie era todo un triunfo, cuantimás si se mantuvo la bonita tradición de nunca pasar el final o hacerlo de manera azarosa y a escondidas. Eso sí, lo que pudimos ver nos dejó sorprendidos, alucinados, azorados, como toda producción lyncheana que, fallida o lograda, jamás te dejará ir impune y mucho menos inmune.
Y es que David Lynch, en su papel de criatura esperpéntica, tótem y tabú de la contracooltura superfreak, es un alma prófuga que escapa a todo parámetro y se niega a portar brújulas y sextantes. Es el aciago demiurgo cuya obra demuestra que el malabarismo es el destino final de toda abstracción y que toda abstracción es una road movie con misterio incluido.
Con una pequeña ayuda de su desmesurada, estrambótica y disoluta imaginación, este muchacho nacido en Missoula, Montana, USA, e inspirado en la glotona, desparpajada y oscurantista bibliografía del escritor Barry Gifford (Salvaje de Corazón, Perdita Durango) y Frank Herbert (Dunas) ha consolidado una nómina de criaturas, engendros y personajes que pueblan, desde su naturaleza superfreak, los feraces fenómenos fílmicos que asombran, desconciertan, perturban y alucinan al personal que sucumbe ante ellos.
El universo creado por Lynch es fascinante y repulsivo, lúdico, apostólico e infrahumano, y al mismo tiempo apasionado y divertido. En ese jardín que tanto se parece a Comala, pastan sus antihéroes superfreaks: Henry Spencer, Eraserhead y su kafkiano hijo gusano; John Merrick, El hombre elefante, cuyo desquiciado y caótico cuerpo lo convertía en el rey de los fenómenos del circo, alegaba de manera descarnada que no era un animal, que era un ser humano. Sailor Ripley, que como símbolo de libertad, independencia y confianza en sí mismo portaba una chamarra de piel de víbora –en homenaje a Marlon Brando en El salvaje-, encarna al típico espíritu sureño que combina perversiones e inocencias; Lula Pace Fortune, formada bajo los rigores de una madre posesiva y diabólica, y la ausencia de un padre al que culpan de su muerte, ha tenido tiempo para saber que el mundo, al igual que los tornados, es violento por fuera y misterioso por dentro.
Tampoco podemos soslayar En Terciopelo azul donde la cosecha de superfreaks nunca se acaba: Dorothy Vallens, esa sensualidad manifiesta por todos tan temida, habita un escenario de sordidez con gozoso desencanto; Jefrey Beaumont, jovenazo que le urge huir de la edad de la inocencia, que dejará como todo el que entra al averno cualquier signo de esperanza; y el arquetípico Frank Booth, que es aficionado a cortar orejas, a cometer canalladas que no tienen nombre y que, al igual que Atila, donde coloca sus pezuñas no crece la hierba.
También en Lost Highway, una mujer de portentosas y níveas proporciones divide su alma en dos personajes: Renee Madison/ Alice Wakefield, instaladas en el viejo mito del desdoblamiento de personalidad como cortina de humo para usufructuarle terrores a un planeta donde la cordura no está a la orden del día. Sucias y escurridizas, ambas dos pertenecen al gremio más sabroso de la esquizofrenia.
De entre esa jungla de seres torvos y desmedidos, aparece Laura Palmer, la hija predilecta del extraviado pueblito de Twin Peaks, atornillado en las visagras de la Gringolandia profunda, ha muerto en condiciones extrañas. Por razones que escapan a toda explicación científica, Laura –que parecía ser la imagen misma de la sencillez campirana- había convocado a todos los demonios y había sido derrotada por todas las tentaciones. Y Fuente Ovejuna solo pudo perdonarla hasta mucho después de devorar sus pecaminosas entrañas. Laura Palmer, sabe de infiernos, dantes, virgilios y carontes.
Laura Palmer, asesinada cruelmente y cuyo espectro campea por toda la comarca, demuestra una vez más que “Pueblo chico, infierno grande”. Y para grabarlo con letras talladas en madera, aparece uno de los personajes más emblemáticos posibles, el agente especial del FBI, Dale Cooper –encarnado siempre por el actor fetiche de Lynch, Kale McLahlan- con sus impecables camisas blancas, sus trajes negro y un suspiro de corbata del mismo color, cuyas pesquisas nos conducen, junto con su eterna taza de café americano, por un sórdido laberinto de almas descompuestas. Ahí reptan bestezuelas juveniles que han palpado todos los pecados y que se solazan catando limbos y tentaciones.
Twin Peaks no solo desciende a los infiernos pasionales y a los divertimentos de la razón apasionada, sino que experimenta en su narrativa en trocamientos de la temporalidad, derroches de imaginería fantástica, tocamientos con el realismo mágico y las leyendas indias y el romanticismo pre industrial.
Sexo, pasión, muerte, relaciones peligrosas alimentan a Twin Peaks, pero también el derroche de guiños intelectuales y culturales que desde siempre fueron menospreciados por la televisión comercial.
David Lynch, en su alianza con otro genio en la producción como Mark Frost (nada más el encargado de procrear otra serie transformadora, Hill Street Blues, la historia de una estación de policía neoyorquina cruda y sin photoshop), provocan, desmadran, desmitifican, demonizan, reinventan al american way.
Una serie que tuvo su resurrección en 2017, fallida quizá por exceso de alucines lyncheanos en un mundo que es en sí mismo un alucine lyncheano, pero que aún permea en el inconsciente colectivo y que al clavarle la mirada de nuevo descubres no solo que se adelantó a todo sino que sentó las bases para las maravillas que se produjeron después en lo que hoy llamamos la era dorada de la televisión a través de HBO, Netflix, Amazon Prime y lo que venga.
De las criaturas más retorcidas el universo de Twin Peaks aparece un enano que, como diría Werner Herzog, empezó desde pequeño: David Lynch también tiene su alter ego en la forma de una entidad chaparrita que habita las esquinas más siniestras de sus filmes como El hombre de otra parte. Un diantre de reintegro (para usar la terminología de Tin Tán al referirse al enano Tun Tun) que suele dar extrañas opiniones u oscuras referencias para alterarle los itinerarios a los protagonistas de Twin Peaks, Lost Highway y Mulholland Drive. No se sabe de dónde vienen ni cuál es su función más allá que la de proporcionarle al espectador la documentación necesaria para ampliar sus dudas y nutrir sus pesadillas con su alrevesado lengua a lo Mxyzptlk, duende archienemigo de Suppermán.
Un café “negro como una noche sin luna” y una tarta de cereza a la salud del agente Dale Cooper.