En la actualidad, el término inteligencia artificial (IA) se ha popularizado hasta convertirse en un concepto de moda en el lenguaje común tanto como en el ámbito académico. Sin embargo, su denominación encierra una confusión fundamental: llamar “inteligencia” a un sistema algorítmico que procesa datos.
Desde Aristóteles hasta Santo Tomás de Aquino, la inteligencia humana ha sido entendida como algo mucho más que cálculo o resolución de problemas: es una facultad capaz de captar la verdad, orientarse hacia el bien, y dar sentido a la experiencia vital que incluye afectos, emociones y apertura a la trascendencia.
Es por lo anterior que el término inteligencia artificial es un uso inadecuado del término inteligencia, pues no describe lo que en realidad es; y segundo, que nunca podrá igualar la experiencia integral de la inteligencia humana, que une razón y afecto, libertad y conciencia, apertura a la verdad y a la trascendencia.
“Todos los hombres desean por naturaleza saber”, decía Aristóteles en su Metafísica. El saber debe ser entendido no sólo como información, sino como comprensión profunda de la realidad. Santo Tomás de Aquino, por su parte, explica que el saber comienza con la simple aprehensión, es decir, con la capacidad de captar las esencias de las cosas que son los contenidos universales. Esta operación, propia de lo que llamamos inteligencia es una síntesis de razón y de intelecto: la ratio como capacidad de penetrar la verdad, y el intellectus como la facultad de procesar discursivamente y alcanzar conclusiones.
Por ello, la inteligencia humana implica una comprensión integral de la realidad: no solo cognitiva, sino también volitiva, afectiva y espiritual; por ende, se sitúa en el ámbito de la libertad, no se limita a estímulos externos, permite la conciencia y facilita la libertad. Este horizonte no es replicable por un sistema artificial que únicamente opera sobre datos cuantificables.
La llamada inteligencia artificial no debe, por todo esto, llamarse “inteligencia”- Estos sistemas emulan el aprendizaje humano, pero no lo experimentan; se alimentan de datos específicos, pero no de experiencias integrales. Se entrenan a partir de grandes volúmenes de información, pero no se expanden por vivencias o memoria existencial. En el mejor de los casos, especulan y resuelven problemas, pero jamás se afectan, interpelan ni buscan el misterio de la realidad más allá de lo medible.
Además, la IA puede ejecutar tareas, pero no reflexionar; no tiene conciencia ni sentimientos, mientras que la inteligencia humana integra ambos; no tiene libertad, mientras que el ser humano puede elegir y discernir. Sobre todo, la IA carece de apertura a la trascendencia: no conoce la verdad, el bien, la belleza o la bondad. En cambio, la inteligencia humana los integra como parte de su realización personal y comunitaria.
La inteligencia humana, en contraposición a la artificial, es inseparable de la vida encarnada: se forma en el dolor, en el amor, en el asombro y en la esperanza. Ningún algoritmo puede “sentir” la pérdida de un ser querido o la alegría de un nacimiento. Puede describirlos, simularlos o incluso imitarlos con eficacia, pero carece de vivencia, por tanto, de sentimientos y emociones.
El riesgo surge cuando se borra esta diferencia. Si asumimos que la IA es verdaderamente inteligente, podemos terminar delegando en ella decisiones que requieren sensibilidad ética, afectiva y trascendente: desde la educación hasta la justicia, desde la medicina hasta la política. Más aún, se puede, incluso, antropomorfizar a las IA para entablar con ellas relaciones afectivas.
Para evitar estos riesgos y otros, es preciso ubicar en su correcta dimensión a la inteligencia artificial, es decir, como un producto de la inteligencia humana y que la primera siempre quede supeditada a la segunda pues detrás de cada inteligencia artificial habrá, siempre, una inteligencia humana en donde resida la responsabilidad por la dirección a la que esa inteligencia artificial se dirija.