Samara Martínez padece una enfermedad renal terminal y ante dos trasplantes de riñón fallidos, piensa en la eutanasia como opción. Nadie más que una persona que sufre de esa manera sabe lo que esto implica: dejar de sufrir y dejar de vivir, porque la vida duele más que la propia muerte.
Casos como el de Samara nos hacen reflexionar más allá de las teorías y las nociones sobre la muerte, la vida y la eutanasia, porque nos trasladan a esos misterios de la vida humana inentendibles y profundamente conmocionantes.
Una enfermedad terminal se define como aquella incurable, crónica, degenerativa y con un pronóstico de vida de menos de 6 meses y, aunque esto último es, por demás, inexacto e incierto, la sentencia está cantada y es entonces cuando sobreviene la pregunta por el sentido o no de esos últimos alientos.
La respuesta desde una postura conservadora son los cuidados paliativos pero éstos, a menudo no desaparecen síntomas incómodos como el dolor o la disnea (dificultad para respirar) pero su acción se encuadra en un tiempo limitado, donde pretendemos encontrar ese sentido de vida y ese alivio psicológico y espiritual; aunque muchas veces son atinados y esperanzadores ¿cómo encontrar sentido a toda una vida en tan sólo, en el mejor de los casos, seis meses?
La respuesta del lado opuesto es la eutanasia o el suicidio asistido, como si el empoderamiento para decidir cuándo morir disminuyera el miedo que le tenemos a la muerte misma.
En cualquiera de los dos casos, la muerte es una incógnita que no avisa, incluso cuando se planea, puede o no acontecer.
Quizá por esto, la muerte nos asusta y nos cuestiona, nos interpela y nos incomoda, la evadimos, nos reímos de ella, la metemos debajo de la alfombra o la olvidamos en un bolsillo del pantalón que llevamos puesto. Somos incapaces e impotentes frente a ella pues se alimenta de nuestra vulnerabilidad y de la frágil existencia que nos sostiene.
Sin embargo, es nuestra única verdad y en ella se reflejan nuestros más oscuros miedos e inseguridades.
Enfrentarla y aprender a dialogar con ella y sobre ella es lo que realmente puede desmantelar los mitos que la rodean.
Abrir la conversación sobre qué hacer cuando nos acecha, como lo ha abierto Samara, reviviendo la conversación dejada en puntos suspensivos en 2023 es ya de suyo, un acto no sólo necesario sino sanador: no se trata de ganar o no, de convencer o no, ni siquiera de legalizar o no la eutanasia, se trata de sacar al muerto del entierro, porque aunque huela mal, es necesario limpiar la fosa en que lo hemos depositado.
Una sociedad que no es lo suficientemente madura para pensar qué va a hacer con sus enfermos y sus muertos es una sociedad lo suficientemente inmadura para no enfrentar sus miedos y tampoco encontrar soluciones a sus problemas.
Necesitamos dejar de polarizar y radicalizar conversaciones “difíciles” como la muerte y la enfermedad porque situarlas en un “siempre no” y en un “nunca si” no sólo cancela toda posibilidad de diálogo sobre matices sino que, además, destierra las palabras para sembrar emociones y éstas nunca suelen ser buenas consejeras.
Al abrir la conversación sobre la eutanasia, tal vez lo más importante no sea si la despenalizamos o no, sino el sentido que la muerte tiene cuando la vida es todo lo que se posee.
Este sentido, que se busca en esos últimos meses o días de vida, representa entonces algo que permite confirmar una y otra vez que la vida, aún en su vulnerabilidad, tiene una razón.
Le toca a cada uno descifrarlo, y a todos esperar que no sea sólo cuando un suspiro nos separa de los nuestros.
