En su libro sobre Nietzsche, La sombra más corta (Paradiso Editores), la filósofa eslovena Alenka Zupančič desmenuza una de sus frases más famosas, aquella que postula la muerte de Dios. Para la autora, se trata de una especie de segunda muerte de Dios (la primera es la que con la crucifixión da origen al cristianismo), que Nietzsche refiere más al Dios simbólico que es el principio generador precisamente del orden simbólico y de la vida en sociedad. Y de ahí que la muerte de Dios no sea tanto algo liberador, sino más bien el paso de un tipo de dominio a otro, expresado por Nietzsche con la frase: “Temo que no vamos a desembarazarnos de Dios porque continuamos creyendo en la gramática”.
A partir de aquí Zupančič lo vincula con la Reforma protestante y el nacimiento de la ética moderna, surgida en parte por el postulado de la relación directa con ese Dios que se hallaba muerto en los rituales católicos y la venta del perdón divino (las Indulgencias), con lo que se trasladan a la conciencia las nociones sobre la culpa y el castigo, lo cual tampoco necesariamente trae mayor libertad, sino un nuevo tipo de yugo, que cada cual porta en su interior: “Se podría argumentar que hay más espacio para la libertad en el protocolo y en los rituales que en la profundidad de las convicciones personales y en la conciencia. La admirable tesis de Nietzsche es que la libertad íntima —‘interna’— puede funcionar como la prisión definitiva, pues representa la forma más sutil y pérfida de esclavitud” (p. 53).
Mientras leía lo anterior pensaba también en el paralelismo que existe con uno de los temas fundamentales de las sociedades contemporáneas, el de la vigilancia, que también parecería haber experimentado un desplazamiento similar al de la conciencia, al pasar de modelos más dirigidos y centralizados, como el panóptico de Bentham que detalla Foucault en Vigilar y castigar, o incluso los dispositivos de las distopías, como las telepantallas de Orwell, a una dimensión que añade un elemento voluntario que, de la misma forma que en el caso de la conciencia, puede resultar un tanto más tiránico y esquizofrénico.
Pues si en el modelo clásico de vigilancia y castigo por ejemplo la información se extrae a partir de la coerción, en la actualidad entregamos voluntariamente toda la información necesaria a las plataformas que sabemos la utilizarán para alimentar los algoritmos de los que luego nos quejamos fuertemente por la forma en la que impactan y determinan nuestras vidas. Un poco como si nos confesáramos con un Dios que en respuesta nos administraría el castigo de dudar perpetuamente si estamos viviendo la vida adecuada en cuanto a las tendencias de consumo, estilo de vida, música y series, dejando al FOMO (“fear of missing out”) como penitencia por la duda de no estar viviendo la vida según el canon de los algoritmos que son en el fondo nuestra propia creación.
Y en el caso del que quizá sea el altar más ubicuo y socorrido de las sociedades contemporáneas, las pantallas, no es solo que les rezamos voluntariamente durante horas y horas, sino que la comunicación y transmisión en tiempo real de prácticamente la vida y la existencia entera se asemeja también mucho a la relación directa con Dios que plantea la conciencia protestante, solo que en este caso el premio a la devoción no consiste en la gracia y salvación eternas, sino que se presenta bajo la forma difusa de los likes, los seguidores y una promesa de monetización que en la práctica recompensa a muy pocos feligreses. Así que a la creencia en la gramática que apuntara Nietzsche tras matar a Dios, se puede añadir la de la virtualidad como uno más de los nuevos espacios al que se ha fugado la antigua deidad.