En su texto clásico “El autor como productor”, aparecido en 1934, Walter Benjamin indaga sobre la exigencia que viven los escritores de la época tanto para escribir obras con la “tendencia correcta” (de izquierda, se entiende en este caso), como al mismo tiempo de calidad. Y la tesis fundamental que desarrolla es que fuera de las declaraciones de intenciones, el lugar de los intelectuales en la lucha de clases estará determinado por el lugar que ocupen personalmente en el proceso de producción (es decir, no lo que digan, sino cómo viven). Igualmente habla ahí mismo de otra tendencia que detecta, muy vinculada con lo anterior: “He hablado del procedimiento de una cierta fotografía que está de moda: hacer de la miseria objeto del consumo. Al aplicarme a la ‘nueva objetividad’ como movimiento literario, debo ir un paso más adelante y decir que ha hecho objeto del consumo a la lucha contra la miseria. (…) Lo característico de esta literatura es transformar la lucha política de imperativo para la decisión en un tema de complacencia contemplativa, de un medio de producción en un artículo de consumo”.
Pensaba en la enorme vigencia de todo lo anterior, pero con un nuevo giro muy propio de los cambios propios de nuestra época, luego de leer en la revista literaria electrónica Lit Hub un muy agudo artículo cuya traducción sería “Generación franquicia. Por qué los escritores están obligados a convertirse en marcas (y por qué eso es negativo)”, escrito por el autor estadunidense Jess Row. En muy resumidas cuentas, pues es un ensayo extenso (se puede consultar entero aquí: https://bit.ly/3W3gTNC), Row extrapola su planteamiento del fenómeno masivo de las superestrellas del pop que exponen públicamente y monetizan su vida y obra literalmente desde la niñez, al estilo de The Truman Show, sólo que en este caso son ellas mismas quienes controlan la imagen y la narrativa. Y sin que en el medio literario sea obviamente algo tan masivo, Row observa algo similar, en primer lugar en el apabullante predominio de la autoficción, mediante la que autores como Knausgaard o Sally Rooney han “promovido una sensibilidad, un estilo de vida, una vibra, a través de su escritura, que marcadamente no trata sobre historias, personajes o eventos dramáticos, sino sobre un avatar ficticio del autor”.
Y la segunda tendencia es el imperativo a “compartir contenido” en redes que a menudo no está vinculado a la escritura y sí más a la vida cotidiana o a los rituales de escritura (y aquí es donde se enlaza con el imperativo advertido por Benjamin sobre la miseria como objeto de consumo, pues un rápido vistazo a las redes sociales nos muestran que los posteos sobre las causas sociales más relevantes, casi nunca acompañados de algún tipo de acción política real, son parte esencial de la personalidad que se despliega en el espacio virtual). Un poco como si parte integral de la labor literaria contemporánea consistiera en ofrecer la propia vida como bonus track de la escritura, o más bien como puerta de acceso para incitar a la lectura del autor de esa vida tan interesante. Así, sería ya imposible imaginar hoy que autores apartados del ojo público como Thomas Pynchon o el mismo Salinger tuvieran siquiera un mínimo porcentaje de los lectores que sus magníficas obras les han ganado a lo largo de los años, a pesar de haberse mantenido fuera del ojo público durante décadas.
Así las nuevas tendencias y exigencias, en parte tan distintas, y en parte también tan iguales a las que observó Benjamin hace casi ya 100 años.