Elaine Thompson-Herah ganó el oro en los 100 metros y lo volvió a ganar en los 200 metros. Tiene todo el cuerpo tatuado y el pelo pintado de amarillo y verde, los colores de la bandera de su país: Jamaica. Su caso no es una excepción, sino la regla. Las Olimpiadas aman el orden, hecho de cintas métricas y cronómetros exactos. “Su imperio se extiende hasta el cuerpo de los atletas”, escribe Matthew Sweet en The Economist, “que deben mantener su sangre en equilibrio y pasar una serie de pruebas contra drogas que reprobarían muchos de los espectadores en el estadio, y que están obligados a permitir que las autoridades penetren su piel y adquieran muestras de su orina”. Las reglas, aquí, son claras: quien las rompe es expulsado del Olimpo. Así sucedió hace unas semanas con la americana más veloz, Sha’Carri Richardson, castigada por fumar un poco de mariguana (legal en Oregon, donde la consumió) para buscar consuelo por la muerte de su madre: no pudo competir en Tokio. Sí, las Olimpiadas aman el orden. Sus reglas son estrictas. Pero hay un espacio para la libertad, que es el que reivindicó Thompson-Herah. En ese espacio se expresa el estilo de los atletas.
Es el tema que aborda el reportaje de Matthew Sweet, a partir de varios casos, que comienzan con Suzanne Lenglen, la tenista de leyenda que ganó seis veces Wimbledon, y una medalla de oro en 1920 en los Juegos Olímpicos de Amberes. Lenglen era francesa. Tenía algo de la belleza deslumbrante de Louise Brooks. Jugaba al tenis maquillada como para un baile, una bufanda de armiño alrededor del cuello, su cabello sujetado por una mascada de seda. Era codiciada por la alta costura de Francia. Fue admirada por Hemingway. Se retiró a los 28 años a su villa en Niza y murió apenas diez años después, consumida por el alcohol.
El reportaje de Sweet salta hasta 1968, con los Juegos Olímpicos de México. En el contexto de la lucha por sus derechos civiles en Estados Unidos, muchos atletas negros decidieron actuar aquel año, el año de la revolución. Tommie Smith y John Carlos levantaron sus puños con guantes negros en el aire, sobre el podio de medallas, y Lee Evans, estudiante de sociología que había pasado su niñez en los campos de algodón, premiado con la beca Fulbright, recibió la suya con una boina negra, el símbolo de las Panteras Negras.
Cuatro años después, un nadador apareció en los Juegos Olímpicos de Munich. No usaba googles; tampoco llevaba gorro, a diferencia de los demás. Y tenía bigote, un bigote estilo Burt Reynolds, que decía que le ayudaba a no tragar agua. Hoy en día, los nadadores se rasuran todo el pelo en todo el cuerpo para que nada los detenga, aunque sea por unas milésimas de segundo. Mark Spitz, que tenía bigote, ganó siete medallas de oro.
Hay más ejemplos. En 1984, la sudafricana Zola Budd corrió descalza los 3 mil metros en Los Angeles; en 1988, la americana Florence Griffith Joyner rompió el récord mundial de los 100 metros con unas uñas de acrílico de 4 pulgadas de largo, pintadas de morado. Su frase lo dice todo: “Vístete bien para verte bien. Vete bien para sentirte bien. ¡Y siéntete bien para correr rápido!”
Carlos Tello Díaz
Investigador de la UNAM (Cialc)
ctello@milenio.com