No conocía a Charlie Kirk hasta enterarme de su lamentable asesinato en un campus universitario de Utah. Mis hijas, en TikTok, me mostraron algunos de sus videos: un estilo de debate combativo y audaz, polarizante. Su muerte, condenable y absurda, reavivó la discusión sobre los límites de la libertad de expresión y, sobre todo, sobre lo que entendemos por diálogo democrático.
Un debate exige mucho más que la mera confrontación de ideas; implica una disposición doble: la de persuadir, sí, pero sobre todo estar dispuesto a ser persuadido. También, para todo diálogo es indispensable un pacto previo: el reconocimiento de la dignidad del interlocutor.
Karl Popper lo advirtió en La sociedad abierta y sus enemigos, en su famosa paradoja de la tolerancia: una sociedad que tolera sin límites a quienes promueven la intolerancia termina por ser devorada por ella. En democracia, se trata de estar siempre abiertos al diálogo, pero trazar umbrales claros: la dignidad, la legalidad, la humanidad.
La figura de Kirk nos recuerda que el disenso vigoroso es indispensable para cualquier sociedad democrática, pero la humillación sistemática no lo es. La pregunta no es si deben discutirse todas las ideas, sino si toda idea merece el estatuto de interlocución. Un espacio universitario, cuna de la deliberación civilizada, no puede ser neutral frente al discurso de odio, porque el odio destruye las condiciones mínimas que hacen posible el pensamiento crítico.
El diálogo verdadero exige reconocer en el otro a alguien con quien vale la pena construir sentido común. Sin ese pacto inicial, lo que queda no es deliberación, sino la simple confrontación. Max Weber, en su célebre conferencia La política como vocación, nos advertía: incluso el adversario que juzgamos perverso afirma actuar con “las más nobles intenciones”, como nosotros creemos de las nuestras.
El asesinato de Charlie Kirk es sin duda un suceso condenable; que el escenario haya sido un campus universitario lo hace peor. Si el diálogo muere cuando alguien niega la humanidad del otro, su muerte definitiva ocurre cuando la respuesta es la violencia. Nada justifica ese salto. La agresión no corrige la negación; al contrario, termina por consumarla. Y esa es la derrota más radical de la conversación democrática.