Escribo esta columna con un deseo profundo de explicar a mis amigos mexicanos qué está pasando en Estados Unidos y por qué es tan importante.
Estados Unidos se fundó bajo la premisa de que “todos los hombres son iguales”, aunque para el propósito de cálculo poblacional, en su Constitución solo contaron a los esclavos afroamericanos como tres quintas partes de una persona. George Washington y Thomas Jefferson – entre muchos otros de los fundadores del país – tenían sus haciendas en Virginia y fueron dueños de cientos de seres humanos que trabajaron sus tierras.
El sudor, lágrimas y sangre de millones de seres humanos de piel negra construyeron al país que se volvió una potencia mundial. ¿De cuánto fue ese subsidio al desarrollo del país? No sabemos exactamente, pero nunca ha sido reconocido. Estados Unidos nunca se ha volcado en el difícil trabajo de rectificar este gran pecado original contra la humanidad, y esto explica el enojo y frustración que vemos hoy en las calles de tantas ciudades.
Después de la Guerra Civil (1861-1865), que se inició cuando los estados del sur salieron de la unión en una rebelión en contra de Abraham Lincoln, se buscó terminar con la esclavitud de una vez por todas, sesenta años después de que Gran Bretaña pronunció ilegal el comercio de esclavos. Después de que los Yankees (el norte) ganaron la guerra, en los estados del sur se establecieron las leyes de Jim Crow, un sistema de segregación (apartheid) en donde todos los servicios públicos fueron separados entre razas. Pero más allá de estas leyes inequitativas, el peligro de ser negro en Estados Unidos seguía. Entre 1877 y 1950 más de 4,000 afroamericanos fueron linchados (Equal Justice Initiative) por motines de personas blancas, sin ningún tipo de consecuencia legal para los asesinos.
Esta es la historia de Estados Unidos y explica por qué hoy en día el racismo persiste. A pesar del movimiento por los derechos civiles llevado a cabo por líderes como Martin Luther King Jr. y a pesar de los esfuerzos de visibilizar el racismo, todavía hay mucho camino que recorrer.
Bajo el mandato de un presidente como Donald Trump, que lucró eficazmente con el racismo y la xenofobia de muchos estadounidenses para ganar la presidencia, no es de sorprenderse que la policía se siente envalentonada para usar la fuerza desmedida cuando paran a un afroamericano en la calle. Lejos de pedir la calma y ofrecer su pésame a la familia de George Lloyd, quien fue ahorcado en Minneapolis, Trump hizo un llamado a la violencia, amenazando que los que protestaban este homicidio recibirían balazos a cambio. Hasta Twitter tuvo que censurar su comentario en su red por considerarlo ofensivo.
¿Qué sigue? ¿Cómo puede un país sanarse y vivir en paz cuando existe este nivel de desconfianza entre los ciudadanos y las autoridades que están encargadas de protegerlos? Primero, hay que reconocer sin titubeos la gran deuda que Estados Unidos tiene con la comunidad afroamericana, cuyos antepasados construyeron el país. Y como decía Killer Mike (@KillerMike) – un activista social de Atlanta, Georgia – en vez de quemar las ciudades, hay que organizarse y sobre todo, asegurar que los gobiernos locales protejan a todos por igual dejando atrás los patrones racistas. Hay que participar en las organizaciones civiles que abogan por la justicia y, con mayor razón, en noviembre hay que salir a votar.
Dedico esta columna a mi tía Robin Glover, que marchó en Selma y falleció hace dos meses. Como dice la canción de gospel, “en lo profundo de mi corazón, yo creo que vamos a vencer algún día”.
*Socia fundadora de Agil(e) y miembro de COMEXI.