Héctor Aguilar Camín retomó en MILENIO una discusión que se dio en Nexos y en el noticiero de Ciro Gómez Leyva. Ciro entrevistó en su programa radiofónico a los editores de la revista Mariana Guillén y Julio González, quienes presentaron el número titulado “Réquiem por la transición democrática”, y reiteró su discrepancia con la tesis de que la democracia en México ha muerto. En su columna, Héctor ratificó el jueves pasado que el certificado de defunción que expidieron fue el del proceso democratizador que comenzó a finales de nuestro siglo XX, y el viernes agregó que, en su opinión, están sentadas las bases constitucionales de una dictadura.
La transición murió, sin duda, pero a juicio mío aún no está claro en qué desembocó. Unos sostienen que en una tiranía mientras otros pensamos que en una democracia comatosa que, sin embargo, conserva signos vitales. En el fondo hay un diferendo analítico: los primeros parten de la premisa maximalista de que el sistema político fundado en 1929 fue cabalmente tiránico; los segundos no desestimamos la presencia durante esos 71 años de partidos de oposición, elecciones y algunas libertades, semillas democráticas que germinaron gracias a la inconformidad social (1968, 88) y a las consecuentes reformas institucionales (1977, 96).
Yo veo a Ciro y a Héctor en el bando gradualista y creo que coinciden en lo sustancial, si bien difieren en sus dosis de pesimismo. Por mi parte, pienso que lo que tenemos hoy se parece a lo que tuvimos en la centuria pasada, y que anunciar su deceso es suscribir la creencia de que la democracia mexicana nació —no maduró: nació— en 1997/2000. No hay, así, sinonimia sino diferencia conceptual entre los términos “transición democrática” y “transición a la democracia”. Quienes usamos uno creemos que la primera transición ha muerto y que debemos iniciar la segunda, en tanto que quienes usan el otro creen que México estuvo en 1997/2000 en la situación de la España de 1975/1982. Para mí, lo que implantó el viejo PRI y lo que está implantado Morena es una dictablanda: autoritarismo presidencial sin contrapesos, con hegemonía partidista, censura y autocensura. No digo que sean iguales —el “segundo piso” de la 4T es una mezcla de presidencialismo, maximato y politburó pegados con engrudo dogmático—; sostengo que entre ambos existe una similitud más grave que el entramado legal autocrático: la aquiescencia pasiva de una mayoría social satisfecha por dádivas clientelares y dispuesta a perdonar corrupción y abusos de poder. En este sentido, en efecto, nuestra sociedad políticamente organizada retrocedió un siglo.
Mi conclusión es que de 2000 a 2012, y en modo menguante de 2012 a 2018, tuvimos algo que pese a sus taras era más democrático que lo que teníamos antes y lo que hemos tenido de 2018 a la fecha. No hubo ni hay una dictadura: hubo y hay una pulsión despótica y un enorme poder discrecional que pudo y puede tornarse dictatorial. Lo único que impidió que López Obrador cerrara medios o cancelara la pluralidad política es lo que llevó a Díaz Ordaz a pensarlo dos veces: su voluntad y la conciencia de que era innecesario y traería un reclamo internacional. Y sí, lo único que nos libró y nos puede librar a los mexicanos de un régimen de pensamiento único es una transición.