Me he cambiado cuatro veces de casa en toda mi vida. He tenido vecinos a los lados, enfrente y atrás. Ya se imaginará la variedad de ambientes que me ha tocado vivir.
Tener vecinos es siempre un ejercicio de paciencia y de tolerancia. Con cada cambio vienen situaciones nuevas, diferentes y, hay que decirlo, retadoras. Claro que si pudiéramos escoger a nuestros vecinos la cosa sería más fácil, pero es como la familia: te toca lo que te toca y te jodes.
Me tocó una vecina que paseaba a su deleznable mascota por toda la colonia, pero tenía la particular afición de dejar que se zurrara en los porches de las casas. Un día otra vecina juntó todos los mojones del animalito en un tina, tocó a su puerta y se los arrojó. Bien hecho. Luego tuvimos unos músicos de iglesia y pues ya se imaginará que todos los días escuchábamos sus ensayos de alabanzas y rezos. Ahí confirmé el porqué me volví ateo. Otro sujeto se alcoholizaba religiosamente todos los fines de semana, y sacaba una de esas bocinas gigantes para amenizar la cuadra. El problema es que la bocina estaba tronada por los altos volumenes que manejaba y se oía terrible, además de la selección musical, la cual transitaba de reguetón, narcocorridos y un ponchis ponchis muy incisivo y molesto. Terminaron por citarlo en el municipio. Me acuerdo también de un vecino que iba casa por casa predicando la palabra de Dios; harto de sus intentos, un día lo pasé a la sala y se horrorizó cuando vio en el centro de la mesa una tabla Ouija, velas encendidas y un recipiente con hígados de pollo bañados en sangre. Lo invité a participar en el ritual, el cual contemplaba el sacrificio de gatos negros para agradar a Satanás. El tipo salió de ahí horrorizado y nunca más volvió. Había otro personaje misterioso que, decían los vecinos, era una bruja. Tenía a toda la cuadra viviendo con temor de un encantamiento, una brujería. En realidad se trataba de una señora que leía las cartas, la mano y el café. Ese era su negocio. Los niños se asustaban y las mamás les prohibían acercarse a su casa. En otra casa siempre se oían gritos y cosas rompiéndose. Era una pareja con muchos problemas. Un día se acuchillaron mutuamente. Llegaron policía y ambulancia y se los llevaron al hospital. Él se murió. De ella no supimos nada después.
En otra colonia había una casa con una veranda muy bonita, muy fresca. Ahí sentaban a un viejito durante la tarde para que viera a la gente pasar. El señor, muy viejo ya, no se movía ni hablaba y ahí se la pasaba toda la tarde. Entonces una señora lo ayudaba a entrar a la casa y así todos los días. Pues una tarde muy fría de enero estaba el señor en su mecedora envuelto en un futón y la persona que lo atendía se le olvidó meterlo. ¿Y qué cree? Pues que pasó la noche afuera y amaneció bien tieso. La cosa es que la señora había estado bebiendo esa noche. La querían meter a la cárcel por negligencia. También nos tocó un vecino súper cochino que tiraba las bolsas abiertas de basura directo sobre la banqueta. Siempre había moscas, gusanos, perros callejeros hurgando su basura y los aromas eran terribles. Los vecinos lo reportamos y lo citaron en el municipio. Afortunadamente era casa de renta y a los pocos meses se fue. Ah, y luego estaba la pareja con ocho perros. Imagínese el escándalo que armaban cada que venía un repartidor en moto. Y en las noches se alteraban por cualquier cosa: un gato, un carro, el velador, lo que fuera. Aquello era una pesadilla. Eran perros rescatados. Pues un día un vecino aprovechó que la pareja se había ido el fin de semana, abrió la reja del jardín y soltó a los animales. Se acabó la jauría.
Yo nunca he sido muy sociable y me mantengo más o menos aislado. Nunca me ha gustado convivir con vecinos; la llevo bien con ellos, en la medida en que se puede, e intento ser cordial.
Bueno y a todo esto, ¿qué habrán pensado todos esos vecinos que tuve de mí? Que fui un vecino perfecto, de seguro.
Adrián Herrera