La muerte de cualquier hombre me disminuye, pues soy parte de la humanidad. Y, por tanto, nunca mandes a nadie a preguntar por quién doblan las campanas, pues doblan por ti.
John Donne, Meditación XVII
En estos últimos tiempos se nos ha muerto tanta gente. Mi mamá, en mayo del 2020. Un buen amigo, un colega y un colaborador, el año pasado. Y comenzando este año, mi suegro. Y en todos los casos, los pésames y obituarios incluían la frase “pronta resignación”.
Esta consigna siempre me ha inquietado. Es muletilla usada con gran soltura y espontaneidad pensada para aligerar la pena de familiares y cercanos de la persona fallecida. Pero es, de cierta manera, estéril. Lo digo porque hay gente, como en otras épocas, incapaces de superar una muerte, y traen el luto encima, siempre. Pero también hay otros que dejan atrás la melancolía y sencillamente siguen con sus vidas. Quiero creer que hacer del luto un estilo de vida no es justo ni provechoso, pero habrá quienes prefieran vivir envueltos en la melancolía.
Cuando alguien cercano muere, no hay manera de traerlo de vuelta como también resulta infructuoso especular sobre si se pudo, de alguna manera, haber evitado su muerte o extender su vida. Aun cuando el impacto de la muerte sea tremendo, debe considerarse la alternativa de superar el efecto de la misma, esto es, aprender a vivir con ella.
El hecho frío y crudo de la muerte es insoslayable. El punto es aceptar, tácitamente y sin rodeos, lo inevitable, lo ineludible. En algún funeral alguien me dijo, mientras bajaban el féretro, que la muerte era una adversidad.
No, no lo es. La muerte es la inevitable condición de todo ser viviente. La adversidad es otra cosa. Tal vez la manera en que nos morimos sea algo adverso, pero ni eso. No tenemos por qué resignarnos ante la muerte. Porque la resignación viene como una reacción ante aquello que si pudimos evitar o eludir pero que, por una razón u otra, no ocurrió. Resignar es entregar, capitular, después de una lucha, de un uso. Uno no lucha contra la muerte, va plácidamente hacia ella. Quizá de manera tempestuosa, o de forma tranquila, pero a sabiendas de que tenemos una conexión esencial con ella. La resignación es una reacción ante aquellos fenómenos que pueden ser, de alguna manera, reversibles o evitables.
Fenómenos como la muerte no requieren resignación, porque su naturaleza no permite tal efecto. Hechos tan contundentes y necesarios requieren no una aceptación, sino una corroboración, un reconocimiento de su mecanismo fundamental. Esto es, una aceptación de estarla constantemente negando o maldiciendo.
Porque la muerte la hemos transformado en una negación, en un proceso innecesario y paradójico que nos procura violencias y horrores mentales, y profundos estados de ansiedad que desembocan en conductas extrañas.
Pero la muerte no se acepta: siempre está ahí, concisa. No acecha, más bien espera. Es como una dama triste que nos indica el camino hacia una parte oscura que nunca hemos visto ni sentido.
Lo correcto es dejar atrás estas fantasías y necedades de existencias extracorpóreas y recibir con júbilo nuestra mortandad, nuestra finitud, como una parte fundamental de un todo que aún no logramos comprender, pero del que somos más que un pequeño engranaje más.
Basta de engaños, patrañas, supuestos, representaciones, simulaciones, improvisaciones, ilusiones, quimeras y alucinaciones: morimos. Debemos morir.
Morimos.
Solo eso y nada más.
Adrián Herrera