Cultura

Misterio cotidiano

Esto que le voy a platicar es una historia verídica y curiosa. Cierta tarde estábamos mi mujer y yo bebiendo café en la veranda cuando de repente escuchamos un traqueteo intenso en la calle. Sobresaltados, salimos a investigar. El ruido era como el de una ametralladora, una serie de golpes sucesivos, idénticos en tono e intensidad. Aquello no podía venir más que de una máquina; ¿de qué otra fuente podría darse una sucesión de sonidos tan perfectamente coordinados y en intervalos idénticos? Aunque especulamos que también podría deberse a las convulsiones que experimentan las tuberías cuando, al estar sueltas las sujeciones que las mantienen firmes, el paso súbito y abrupto del agua las hace vibrar de esa manera.

–Puede ser. Aunque existe otra posibilidad; el vecino tiene un tallercito en su patio y se la pasa arreglando cosas–, dijo mi mujer.

–Un taladro–, apunté.

Pero el sonido de éste no es metálico, por lo que tal hipótesis fue descartada. Continuamos elaborando escenarios probables hasta que una llovizna ligera nos empujó a regresar a casa.

Días después el mismo ruido nos despertó; serían las seis y media de la mañana. Alebrestados y con el sopor y el frío de la mañana, nos asomamos por la ventana: nada.

Por las tardes nos poníamos a elaborar complejas teorías en la veranda mientras bebíamos café, pero nunca se nos ocurría nada que siquiera se acercara a desenmascarar el origen del intrigante sonido. Fuimos descartando una y otra explicación. Aquello fue más bien un ejercicio literario y de la imaginación, más que una búsqueda de la verdad. El principio de la navaja de Ockham sostiene que “habiéndose ensayado todas las posibilidades para explicar algo, aquello que quede al final, por más improbable que sea debe ser la verdad”. Pero nosotros agotamos todas las posibilidades y nos quedamos con las manos vacías. Y lo peor es que días después lo volvimos a escuchar: yo en la cocina y mi mujer en la sala. Salimos atrabancadamente a la calle pero, como siempre, el sonido nos eludió y solo quedó el fino y aromático aire del misterio.

–Un fantasma–, dije, resignado.

–Un producto de nuestra imaginación–, agregó ella.

Derrotados y frustrados, regresamos a nuestras faenas cotidianas, con la firme convicción de que gastaríamos nuestras vidas con ese absurdo misterio atormentándonos hasta nuestra muerte.

Pero no hay misterio que permanezca oculto durante mucho tiempo, y al final terminan revelándose, pues esa es su naturaleza. Nuestra pequeña hija jugaba en la calle esa tarde. Yo estaba en el patio de atrás y mi mujer en el estudio. De pronto ocurrió y salimos corriendo: ¡Nada! Absolutamente nada. Miramos a todas partes, nos fijamos en cada segmento de la calle, pero todo parecía estar en su lugar. La niña jugaba, despreocupada. Entonces nos vio y, sin dejar de acariciarle los cabellos a su muñeca, dijo:

–Qué pájaro más tonto.

–¿A qué te refieres?

–El pájaro carpintero, el que se para siempre en el poste de luz y lo picotea–, aclaró.

Ah, sí. El estúpido pájaro carpintero que intenta picar el poste de acero de la calle, pues imagina que es de madera.

Desde ese día, nuestras tardes en la veranda las pasamos mucho más relajadas. Cada tanto nos visita el estúpido pájaro carpintero, quien intenta, sin éxito, perforar la gruesa superficie del poste. Entonces recordamos la caricatura del Pájaro Loco, con la cual crecimos cuando niños.

Nuestra hija se ha vuelto fan de la caricatura y ahora la ve todos los días.

–¡Qué pájaro más tonto!–, exclama mientras ríe.

Adrián Herrera


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Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de MILENIO DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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