Cultura

Escuchar

Decía mi tío Jimmy Square que los Herrera hablábamos para escucharnos a nosotros mismos. Una sinfonía de monólogos, pues.

Y es que tenemos esta compulsión por hablar. Después de todo somos prácticamente eso: monos parlanchines.

Pero ese no es el problema, no. El asunto es que, como dice el antiguo dicho árabe, “Dios creó al hombre con una boca y dos orejas, con la idea de que escuchara más de lo que hablara”. Es cierto. Hablamos, pero no escuchamos.

Fui a esta tienda a comprar unas copas de vino. –Quiero dos copas de cada modelo–, le dije a la vendedora. La mujer asintió e indicó que el pedido estaría listo mañana. Perfecto. Llegué al día siguiente y recibí la caja con las copas. Pagué, di las gracias y me fui a mi casa. Ah, pero qué sorpresa me esperaba cuando al abrir la caja descubrí lo siguiente: una copa de un modelo, cuatro de otro, dos de otro y tres de otro más. Pero qué carajo es esto. Marqué a la tienda: –No me queda claro por qué me surtieron esta cantidad de copas, cuando concretamente pedí dos de cada una, como un muestrario –, reclamé. La señorita no supo qué decir. A la semana volví y pedí dos copas para Cabernet Sauvignon y, días después, me entregaron dos de Chardonnay. Ya. Suficiente. Qué coño le pasa a esta gente, en serio.

Otro día, en un restaurante: –Le encargo una copa de vino blanco y un vaso de agua, por favor–. El mesero asintió y fue rumbo al bar. Regresó con la copa de vino. –Y un vaso de agua, por favor–, repetí. Asintió y se fue. Llegó la comida, pero el agua no. –¿Me puede traer un vaso de agua, por favor?–, enfaticé. El mesero asintió. Pasó el tiempo y el agua nunca llegó. Vi al capitán y le hice una seña. Se acercó y le expliqué la situación. Se disculpó: –Sin problema jefe: ahorita se lo mandan–. Ajá. Del agua, nada. Imagine mi nivel de emputecimiento.

Estoy hasta la chingada de esto. Se dice que el principal problema en las relaciones humanas es la comunicación. Me queda clarísimo.

En los escenarios descritos se ponen en evidencia varias cosas; primero, que la gente no escucha. Segundo: escucha lo que quiere. Tercero: escucha, pero le vale verga. Cuarto: escucha, pero entiende algo distinto a lo que le has dicho. Quinto: las palabras entran a su cerebro pero, una vez dentro, se transforman en sonidos ininteligibles, inconexos. ¿Entiende ahora la magnitud del problema que tenemos aquí?

En la prepa leí los diálogos de Platón. Son increíbles. El intercambio de preguntas, de respuestas e ideas es de un orden y claridad que animan a sentarse a charlar. Claro que eso nunca ocurre, porque nuestras conversaciones, cuando no están empapadas de alcohol, suelen ser más arrebatos emocionales y de intercambio de disparates que de un pausado y estimulante flujo de ideas, anécdotas y recuerdos.

Digo todo esto porque cuando uno aprende a conversar, aprende a escuchar, que es lo más importante. Escuchar y observar –son la misma cosa– nos llevan a formarnos ideas más claras y no atrabancadas de lo que sucede a nuestro alrededor. Paciencia. Con ella evitamos formar juicios prematuros y decir y hacer pendejadas.

Tengo tantos ejemplos de este tema donde la gente no escucha como para llenar dos mamotretos más gordos que el Quijote y la Biblia.

Por lo pronto, no creo que esto tenga solución. Hay que hacer un esfuerzo doble para cerciorarse de que las personas realmente te están poniendo atención y les entró claro y directo lo que les dijiste. Y, como acertadamente observó mi tío Jimmy Square, lo mejor será seguir hablando para escucharme a mí mismo: nunca me ignoro, me parece interesantísimo lo que digo y no me aburro.

Adrián Herrera


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