El amanecer en Monterrey, Durango, tiene un tono distinto en octubre. Los primeros rayos del sol no solo iluminan los cerros y las parcelas, también despiertan un resplandor dorado que anuncia el inicio de una de las tradiciones más representativas de México: la siembra y el corte del cempasúchil.
Esa flor que cada Día de Muertos da luz a los altares y sentido al trabajo de cientos de familias laguneras.
El aire huele a tierra húmeda y a vida. Los campos, que hace apenas unos meses daban maíz o forraje, hoy parecen mares encendidos. Desde lejos, los pétalos naranjas se mueven con el viento como si respiraran.
Aquí, cada flor tiene una historia, y cada historia está sembrada en manos que han aprendido a honrar a sus muertos trabajando la tierra de los vivos.
Herencia de trabajo y amor a la tierra
Entre esos hombres se encuentra Gustavo Villegas, de 60 años, quien ha dedicado toda su vida al campo. Desde los 12 trabaja la misma parcela que perteneció a sus bisabuelos y tatarabuelos.
Su piel curtida por el sol y su voz pausada cuentan lo que los libros callan: que la historia de Monterrey, Durango, también se escribe con azadones, surcos y semillas.
“Soy dueño de esta parcela que ha pertenecido a mi familia por generaciones —dice mientras ajusta su sombrero—. Viene desde mis bisabuelos y tatarabuelos, más de cincuenta años de tradición en este mismo predio.
“Antes se sembraba tabaco, caña, ejotes y sandías. Con el tiempo pasamos al trigo, al algodón, al tomate y al chile jalapeño. Luego al forraje, tanto alfalfa como maíz.
“Esto es generacional: desde los 10 años mi papá ya nos traía vendiendo y cortando. Mis hijos también saben trabajar, aunque cada quien tiene su empleo. Pero esta tierra es mi vida, mi motor y mi historia”.
	Un pueblo que florece unido
En Monterrey, más de 45 familias dependen directamente de la producción del cempasúchil. Pero cuando llega la época del corte, el pueblo entero se transforma.
Durante cuatro o cinco días, más de 200 personas —hombres, mujeres, niños y visitantes— se unen en una sola causa: cosechar las flores que darán color a los panteones, escuelas y altares de toda la Comarca Lagunera.
“Nosotros aquí en Monterrey tenemos que sacar tres cosechas al año —explica Gustavo—, si no, no alcanza para el estudio, la ropa ni la comida. En los días fuertes trabajamos todo el pueblo, desde las 7:00 hasta que el sol se esconde.
“Esta es mi vida. De aquí saqué adelante a mis hijos, igual que mi padre lo hizo conmigo. Me retiraré hasta que el cuerpo diga basta”.
La flor del sol y sus guardianes
Otro de los guardianes de esta tradición es Arturo Burciaga, productor de flor desde hace más de dos décadas. Él siembra año con año alrededor de dos hectáreas y media, combinando el cempasúchil con otras especies tradicionales como la mano de león y la margarita.
“La siembra empieza entre julio y agosto —comenta—. Son casi tres meses de cuidados: riegos, limpias, fumigaciones y podas. En una hectárea salen hasta cinco mil manojos, y se venden por mayoreo en unos treinta pesos.
“Puede parecer poco, pero para nosotros es el esfuerzo de todo el año, lo que nos permite llegar a diciembre con algo de respiro. La tierra nunca descansa: cuando termina la flor, sembramos lechuga o repollo. Aquí todo tiene su temporada”.
Cuando el campo se pinta de fuego
Hacia finales de octubre, el paisaje se convierte en un espejo de fuego.
Los campos anaranjados atraen a visitantes y fotógrafos que buscan capturar la belleza efímera del cempasúchil. Familias enteras llegan para tomarse fotos entre las flores, mientras los productores continúan con su labor silenciosa, cuidando cada planta con respeto.
“Los cortes empiezan alrededor del 27 de octubre —cuenta Burciaga—. Muchos compran para los altares de San Juditas, las escuelas o las florerías. El precio por mayoreo anda en 30 pesos el manojo. Al menudeo se vende a quienes vienen por unos cuantos para los panteones.
“Para nosotros la flor es como un aguinaldo, lo que nos ayuda a pasar las fiestas de fin de año. De aquí sale todo. Y cuando la gente viene a tomarse fotos, solo pedimos que respeten, que no pisen las flores. Si quieren dejar algo para la coca (sic), se agradece, pero no se cobra. Todo con buena voluntad”.
El legado que florece cada año
Los habitantes de Monterrey, Durango, saben que el cempasúchil no es solo un cultivo: es un puente entre generaciones. Cada pétalo encierra el trabajo de abuelos, padres e hijos que, desde hace más de medio siglo, siembran la flor del sol para guiar a sus muertos de regreso al hogar.
	En los días de cosecha, el aire parece más espeso, perfumado con una mezcla de tierra, sudor y esperanza. Las voces se mezclan con el zumbido de los insectos, el sonido del machete cortando tallos y las risas de los niños que corren entre los surcos. Es una escena que solo el campo sabe pintar: la vida latiendo entre los muertos.
“Esta es mi segunda temporada —dice una joven que acompaña a su familia en la siembra—. Mis abuelos lo hacían desde hace más de 40 años. Aquí seguimos, con margaritas, mano de león y cempasúchil. La tradición no se corta, solo florece de nuevo cada año”.
Donde la vida y la muerte florecen juntas
Y así, entre manos curtidas, soles de otoño y flores que parecen encender el suelo, Monterrey, Durango, se convierte cada octubre en un altar vivo.
El cempasúchil, con su aroma inconfundible y su color encendido, no solo guía a las almas en su regreso, también ilumina la memoria de un pueblo que no olvida que, en cada flor que nace, hay una historia que resiste el paso del tiempo.
Porque en la Laguna —como dicen sus campesinos— el trabajo no se hereda en papeles, sino en la tierra. Y esa tierra, bañada de oro cada octubre, es la prueba de que la vida y la muerte pueden florecer al mismo tiempo.
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