La literatura en español vive un tiempo de esplendor inagotable en México y en toda América. Que personas tan ilustres hayan pensado en mí todavía me provoca incredulidad. Pienso ahora mismo en todas las voces fulgurantes que yo admiro. Soy consciente de una inmensa deuda literaria y creativa. Al recorrer los nombres de mis predecesoras en este premio —Margo Glantz, Donna Haraway, Cristina Rivera Garza, Luisa Valenzuela y Rosa Beltrán—, me veo como una aprendiz entre gigantas y titanas. […]
Comencemos por la amistad. Hay conceptos que iluminan como constelaciones mentales con solo nombrarlos. Alfonso Reyes fue un adalid de la amistad creativa. Escribió Borges: “Reyes es fino catador de almas, es observador benévolo de las distinciones insustituibles de cada yo. De tan bien conversarnos de sus amigos, nos amiga con ellos”. Y compuso un poema: “El vago azar o las precisas leyes/ que rigen este sueño, el universo/ me permitieron compartir un terso/ trecho del curso con Alfonso Reyes./ Supo bien aquel arte que ninguno/ Supo del todo, ni Simbad ni Ulises,/ Que es pasar de un país a otros países/ Y estar íntegramente en cada uno”.
Alfonso Reyes, que, al abandonar México, durante seis años en España tejió amistades fraternales, fundó y dirigió la Casa de España. Aquí quisiera detenerme a expresar una profunda gratitud a México. No solo abrieron los brazos y fronteras a los exiliados españoles, sino que alentaron sus carreras intelectuales. Aquella bienvenida refundó nuestra historia con un nuevo hito acogedor y humanista. En estos tiempos de guerras y migraciones, quisiera evocar ese historial generoso hacia los refugiados de guerra.
Octavio Paz decía que Reyes no era solo un escritor, sino toda una literatura. Es indudable que el infinito creó una sucursal en la mente de Alfonso. De nuevo en palabras de Borges: “La memoria de Alfonso Reyes... era virtualmente infinita y le permitía el descubrimiento de secretas y remotas afinidades, como si todo lo escuchado o leído estuviera presente, en una suerte de mágica eternidad”. Podríamos conjeturar que la mente de Funes el memorioso fuese tal vez un trasunto literario del prodigioso Alfonso Reyes.
Los libros nacieron para ser sede de memoria y cordial plática. Quien escribe es también, de alguna forma, amigo de sus lectores. Cuando empecé a imaginar El infinito en un junco, evocaba frases de Reyes, como si él me diera consejos afectuosos desde la distancia, pese a la imposibilidad de encontrarnos. Si hay alguna esperanza de abolir esas imposibilidades y distancias radica en el sortilegio de la literatura, que nos permite conversar con los muertos y con los ausentes. Recordé que Reyes definió el ensayo como el “centauro de los géneros”, donde “hay de todo y cabe todo, propio hijo caprichoso de una cultura que no puede ya responder al orbe circular y cerrado de los antiguos, sino a la curva abierta, al proceso en marcha, al etcétera”. Así encontré mi camino, de la mano de ese centauro cuadrúpedo, que simbolizaba la escritura fronteriza entre dos territorios: el de la idea y el de la poesía, en constantes excursiones del uno al otro.
Esa fue la clave para entender cómo escribir literatura contemporánea con los mimbres de una formación clásica. Si hay un género de escritura que merece llamarse experimental, ese es el ensayo. Se permite todas las libertades y las practica con un rigor único. Tramada con formas, estilos y tonos múltiples, muchas veces contradictorios entre sí, esta práctica de escritura —hable del yo, del arte, de la moda, del ombligo, del cansancio, del sexo— piensa en acto las claves de la contemporaneidad: la incertidumbre, el anacronismo, el azar, la fragmentación, los nexos y los ecos, la multiplicidad, la complejidad.
Solía decir Octavio Paz que poesía y filosofía vivían en casas vecinas con vasos comunicantes. Paz no era un filósofo, aunque sus ensayos abordaron temas filosóficos que a su vez se comunicaban con los poéticos. Como poeta filosófico y como ensayista lírico, se paseaba con desenvoltura por las sendas fronterizas, siempre intentando cartografiar las coordenadas de nuestro lugar en lo moderno.
Montaigne fue el inventor de la palabra ensayo, que implica intento, búsqueda, tanteo, aproximación, tentativa. Es una flecha lanzada a una diana borrosa. En nuestro idioma la palabra alberga una metáfora teatral, un guiño a esas representaciones aún imperfectas, desajustadas, previas al estreno. “Ensayo” parece señalar a textos inacabados, híbridos, todavía in fieri, en marcha, dinámicos, porque el pensamiento no sabe tomar asiento.
Creo importante reivindicar la ensayística en español, tan fabulosamente rica. Pero hoy el pensamiento habla sobre todo desde ciertos territorios —al norte de nuestro sur compartido— y en el idioma dominante. Por eso resulta urgente la reivindicación del ensayo en nuestra lengua. Nuestra poesía y novela ya tienen una habitación propia en la literatura universal, pero siento que el ensayo permanece todavía al este del edén. Injustamente postergado. Los estereotipos latinos pretenden situarnos en el tópico de la pasión, no en el de la reflexión. Y esos moldes todavía presiden la recepción de nuestras literaturas.
De hecho, el ensayo es el género literario más influido y dominado geográficamente por las publicaciones en lengua inglesa, cuando debería ser el territorio de las miradas y las experiencias más diversas, del caleidoscopio planetario. Ahí se construyen las ideas, se narran los hechos, se forjan las interpretaciones. En los textos de filosofía, de historia, de ciencia, habla el lenguaje del poder. No solo el poder que orienta qué pensamos sobre los temas, sino sobre qué temas pensamos. El vestíbulo más estrecho, la puerta más pequeña. El hecho de que se traduzca y se reconozca muy principalmente el ensayo en inglés determina que ciertos asuntos vitales para el mundo queden orillados en la conversación universal.
Por eso quisiera celebrar una riquísima y fértil veta de ensayo y crónica en nuestra lengua. Tal vez empezando por el Primero sueño de sor Juana Inés, que es ensayo filosófico y poema, como el De rerum natura, siguiendo por Alfonso Reyes, Pedro Henríquez Ureña, Carlos Fuentes, Octavio Paz, Rosario Castellanos, José Lezama Lima, Gabriela Mistral, Borges, María Zambrano, Carlos Monsiváis, Piglia, Aira, Vargas Llosa, Gonzalo Celorio. La literatura mexicana puede enorgullecerse de los capítulos que ha escrito en este género que afina y define el pensamiento, llegando hasta la raíz de aquello que aspiramos a ser.
Quisiera insistir en que se trata del género de la ambición intelectual y la humildad autoral. Como escribe Juan Villoro: “El ensayo es un género útil. Quien lo practica no es el motivo central de la expedición. No es la pirámide más allá del desierto, ni la puesta de sol, ni el guiso exótico, ni el torrencial guía del museo. Es el que está al lado y comparte los descubrimientos. El ensayista acompaña y señala con el índice: ‘mira’. No hay fotografía capaz de captar la extraña consonancia entre la mano que indica un detalle y la mirada brillante de quien no lo había advertido. Un invisible resplandor que une al que muestra y al que entiende. El ensayo depende de ese gesto”.
No hay formación que no sea a la vez transformación. El ancho territorio de los libros amplía los confines de nuestro pensamiento, la profundidad de campo de nuestras preguntas. Aviva el asombro al que Aristóteles atribuía el mérito de originar la filosofía. Por eso siempre he creído que la educación es la savia que cuida la vitalidad de las palabras. Esas palabras que, en ciertas épocas, como tal vez esta que vivimos, parecen agotarse, yacer opacas, acudir ajadas y marchitas a nuestra llamada. Entonces hay que devolverles sus destellos, que levanten de nuevo el vuelo como una bandada de pájaros verbales, aladas y vivas.
Pedro Henríquez Ureña escribió en sus Seis ensayos en busca de nuestra expresión: “Viajamos por el palacio confuso, por el fatigoso laberinto de nuestras aspiraciones literarias, en busca de nuestra expresión original y genuina. Y a la salida creo volver con el oculto hilo que me sirvió de guía. Mi hilo conductor ha sido el pensar que no hay secreto de la expresión sino uno: trabajarla hondamente, esforzarse en hacerla pura, bajando hasta la raíz de las cosas que queremos decir; afinar, definir, con ansia de perfección”. El humanismo contemporáneo, que aquí reivindicamos en su urgente actualidad y necesidad, necesita esa mirada inconformista. Ha de sostenerse en la robustez del lenguaje que nos permite conversar, comprender y colaborar. La lengua, todas las lenguas, sufren hoy ataques: niveladas, pobres, repetitivas, rebosantes de tópicos. No podemos quedar reducidos a un lenguaje fáctico, instrumental, estereotipado, abundante en consignas, que, sin darnos cuenta, nos exilian de los demás, de nuestros afectos, del mundo, de los paisajes del pensamiento.
Por eso el uso del idioma del formidable humanista que fue Alfonso Reyes es todavía un manantial de lenguaje abundante, rico, complejo, matizado, popular y académico al mismo tiempo, capaz de expresar todos los matices del pensamiento, de los sentimientos, de las sensaciones. Una lengua capaz de ayudarnos a prestar mayor atención al mundo y a quienes lo habitan. La lengua de la literatura, en resumidas cuentas. Un léxico donde todavía laten los ritmos de la antigua poesía clásica, de las revelaciones y el asombro griego.
Alfonso Reyes, en palabras del dominicano Pedro Henríquez Ureña, enseñaba a oír, a ver, a pensar. Era capaz de alentar nuevas ideas. Conocía el arte generoso de hacer dialogar siglos y continentes. Reclamaba: Quiero humanismo. Y añadía: “No rompáis el instrumento precioso: os quedaríais desarmados, en medio de la transformación del mundo”. José Emilio Pacheco utiliza el neologismo “ilegibros” para referirse a los textos descuidados, negligentes, plagados de barbarismos y tecnicismos trillados, escritos con indiferencia hacia la palabra y la musicalidad. De todos ellos, Alfonso, Pedro, José Emilio, aprendemos lecciones hondas sobre el lenguaje y el saber.
Junto a ese bagaje, agradezco que este premio celebre las aportaciones intelectuales de las mujeres. Uno de los objetivos de El infinito en un junco fue reivindicarlas desde el primer origen. Desde Enheduanna, la sacerdotisa acadia que se convirtió en la primera persona en firmar una obra literaria con nombre propio. Nadie antes que ella cruzó el umbral entre el anonimato y la autoría consciente y patente.
Imposible omitir a la prodigiosa Sor Juana y la Respuesta a sor Filotea, una autobiografía intelectual escrita como autodefensa. En este año estamos conmemorando el aniversario de Rosario Castellanos, aspirante al conocimiento lúcido, como ella misma escribió, y que tanto me ha marcado a lo largo de los años por su rebeldía ante las dominaciones. Ella me enseñó que del inconformismo ante el lenguaje brota la insumisión frente las injusticias. Rosario Castellanos, Mujer que sabe latín… “Ese deseo, esa necesidad, esa manía de buscar lo que está más allá, del otro lado del velo, detrás del telón”. Dentro de unas semanas participaré en el homenaje que le rendirá el Instituto Cervantes y la UNAM en Madrid. Hoy más que nunca necesitamos tomarnos en serio las palabras de Rosario y darse a la tarea de crear con otros ese otro modo humano y libre de ser.
Cierro esta intervención con otras palabras del magnífico escritor y ensayista mexicano: José Emilio Pacheco. “Un mundo sin lectura es un orbe en que el otro solo puede aparecer como el enemigo. No sé quién es, qué piensa, cuáles son sus razones. Sobre todo, no tengo palabras para dialogar con él. Por lo tanto, solo puedo percibirlo como amenaza. […] Aprendamos la lección de la arrogancia vencida y seamos humildes. Reivindico el derecho de leer con la naturalidad con que respiramos y hablamos. Leer como una parte indispensable de la vida, como un medio para vivirla de la mejor manera posible”.
Tenemos ideas, pero a su vez también las ideas nos poseen. La rigidez nos espolea a tener más miedo ante la incertidumbre y a sentirnos amenazados. No se trata tanto de qué pensamos, sino de cómo pensamos. Nutrir la flexibilidad cognitiva y la imaginación no nos hace necesariamente mejores, pero favorece la convivencia y el sentido de comunidad. La lectura, el arte, el conocimiento y el estudio pueden favorecer esa elasticidad. La familia que educa en la fantasía, los cuentos, el juego y la música colabora a mitigar el miedo y a suavizar los caminos del pensamiento. Ese es un inmenso regalo que las historias, los versos, las canciones o el teatro ofrecen a estos tiempos confusos y convulsos.
En cada ocasión que me brindan intento homenajear la lectura en voz alta, para atraer a los niños al territorio de lo imaginado, de las otras vidas, de las palabras acariciadas. Esos cuentos que son casi brisa, casi nube, aire lingüístico, acento, inflexiones, mirada, calor. Pero los rituales de la oralidad literaria no solo son monopolio de la infancia. A medida que crecemos podemos seguir reclamando el manjar de las historias. Como escribí en El infinito en un junco: “Si alguien lee para ti, desea tu placer. Es un acto de amor y un armisticio en medio de los combates de la vida”.
Para finalizar estas reflexiones, que se han convertido en una declaración de amor a la literatura mexicana, me gustaría compartir un sentimiento de perplejidad y maravilla. De la escritura y la lectura me sigue fascinando que la palabra de una persona llegue a tener sentido para otras. Es extraordinario, y solo anestesiados por la costumbre lo consideramos habitual. Yo no puedo creer hasta hoy, tras haber lanzado al mundo más de diez libros, que mis palabras puedan vibrar en el interior de otro ser humano, alguien tal vez por completo desconocido.
Me sorprende, me conmueve en lo más hondo y me llena de perplejidad. Decía un poeta malagueño que la lectura es la mejor parte de nuestra soledad. También es el pasadizo más misterioso para ir al encuentro del otro. A veces, el nacimiento de una amistad verbal. Eso es lo que hoy celebramos. Gracias al Consejo de la Cultura y las Artes, gracias a la secretaria Melissa Segura, gracias a las Universidades de Nuevo León, a la deslumbrante literatura mexicana que puebla mi imaginación, a todos los lectores regios: gracias por el infinito honor que significa este premio.
¹ Título de la Redacción.
² Los agradecimientos protocolarios de Irene Vallejo fueron para el gobernador doctor Samuel García Sepúlveda; la secretaria de Cultura doctora Melissa Segura, el secretario técnico de Conarte maestro Ricardo Marcos. Así como para el maestro Juan Pablo Murra, rector del Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey; maestro Ángel Casán Marcos, rector de la Universidad Regiomontana; doctor Mario Alberto Garza Castillo, secretario general de la Universidad Autónoma de Nuevo León, y doctora Emma Palmer, decana de Educación y Humanidades de la Universidad de Monterrey.
AQ / MCB