El 2 de noviembre pasado se cumplieron 50 años del asesinato del escritor italiano Pier Paolo Pasolini. Orquestado en las periferias romanas, la opacidad que rodeó el homicidio y las dudas de diversos sectores sociales italianos sobre quién lo ordeno y por qué, ha permitido que se escriba de todo hasta nuestros días: que si fue la mafia o los poderes ocultos del Estado italiano, que si fueron los fascistas a los que confrontó valientemente en una guerra sin cuartel a lo largo de su vida, o en realidad fue un desencuentro atroz con los ragazzi di vita —“muchachos de la calle”—, representados en Piero Pelosi, el autor confeso del asesinato según la tesis que sostuvo por varios lustros el poder judicial italiano.
Al tomar la palabra en su funeral, su amigo Alberto Moravia señala que “ante todo, hemos perdido un poeta, y poetas no hay muchos en el mundo. Nacen tres o cuatro cada siglo”. La insistencia en la figura de Pasolini poeta no es gratuita. Moravia está convencido de que el poeta debe ser considerado como alguien “sagrado” dentro de la sociedad, ya que en el lenguaje poético es donde el pensamiento expresa su audacia y delicadeza. Además, las palabras de Moravia quieren capturar la figura completa del único intelectual italiano que tuvo el valor civil de no callar. Para Pasolini, el intelectual tiene que señalar lo que no marcha dentro de la sociedad. Al final de su vida dice: “escribo para polemizar”. No es una voz colocada por encima de las vicisitudes históricas de su tiempo. Al contrario, en su escritura y sus intervenciones de diverso género, como fueron sus películas, expresa su intuición de hurgar en los sótanos del poder y la sociedad, para restituir el lugar de la negatividad al centro de la vida en común.
En el contexto de los años cincuenta del siglo pasado, Pasolini se identifica con los muchachos de la calle que viven en el mundo asfixiante y caótico de la pobreza de las periferias romanas. En sus gestos exagerados, simples y toscos, el escritor ve expresiones en las que la vida no es secuestrada por la culpa y la resignación. A pesar de que ellos tienen todo en contra, la vida siempre parpadea, brilla en medio de la oscuridad, como la metáfora de las luciérnagas que utiliza en un artículo célebre que escribe pocos meses antes de su asesinato, y que es visto como una carta de despedida.
Los muchachos de la calle fueron parte fundamental de su vida. Mientras que Roma y una parte de Italia crecen conforme al ritmo acelerado de la modernización económica y social, los invisibles asumen la fatalidad de la exclusión con un virtuosismo áspero y zigzagueante. Pasolini tiene la osadía de llevarlos a su narrativa, como sucede en sus dos primeras novelas Muchachos de la calle y Una vida violenta. Por su parte, recordemos la figura de Ninetto Davoli, el actor fetiche del cineasta, quien participa en la mayor parte de sus películas. Así, los invita a que sean sus compañeros de viaje, tanto sentimental como intelectual, junto a sus otros amigos, los grandes intelectuales de la época, como el poeta Alberto Moravia, Italo Calvino —quien reconoce tempranamente su calidad literaria—, la actriz Laura Betti, la cantante Maria Callas, la escritora Elsa Morante, o los cineastas Michelangelo Antonioni o Roberto Rosellini.
En Pasolini, los muchachos de la calle son la metáfora candente de una potencia de vida indomesticable. Esto se extiende a su biografía, interpretable como la de un intelectual en plena forma: poeta, cineasta, dramaturgo, narrador, sociólogo, crítico cultural, articulista, jugador de fútbol y socialité. Su ritmo de trabajo es apabullante. Hoy contamos con más de 16 mil páginas de su trabajo publicadas en diez tomos en la colección “Meridiani” de la editorial Mondadori, donde encontramos una obra abierta y prácticamente inaferrable.
Pasolini es un intelectual que no otorga concesiones. Francotirador, transgesor de las convenciones morales y culturales, decide lanzar sus dardos tanto a la Iglesia, el Vaticano, la escuela y la familia, como al Partido Comunista Italiano, que lo expulsa por intolerancia a la homosexualidad declarada del escritor y no por diferencias ideológicas. Asimismo fue un crítico radical de la clase dirigente y del partido en el poder: la Democracia Cristiana. En su narrativa y películas, también en sus artículos periodísticos o en sus entrevistas, nadie escapaba a sus palabras punzantes. En una entrevista con el periodista Enzo Biagi en 1971, a la pregunta acerca de qué piensa de su éxito como intelectual reconocido dentro y fuera de Italia, Pasolini responde: “el éxito es la otra cara de la persecución”. La percepción de que es un intelectual perseguido no es fortuita. Fue llevado en muchas ocasiones a los tribunales por las más disparatadas razones: obscenidad, escándalo, vituperio, transgresión de las buenas costumbres, etcétera.
Por lo demás, es de los primeros observadores que advierte la catástrofe cultural que el consumo y la alienación capitalista llevan a cabo. Ve a la sociedad italiana caminando hacia un nuevo fascismo, considerado más sutil que el totalitarismo de los años veinte y treinta. Esto se debe a que el fascismo de Musolini no terminó el trabajo de homologación bajo la forma trunca del hombre total. De manera inversa, la sociedad de consumo destruye las tradiciones locales, anula las diferencias que escapan a la lógica uniformadora del capital. En particular, en aquellos mundos donde habitan los muchachos de la calle: “el mundo campesino, el mundo subproletariado y el mundo obrero”, que entran en una dinámica de aculturación violenta y consumo de mercancías que poco o nada tienen que ver con su condición social.
Criticado por sus amigos intelectuales, quienes objetan la supuesta melancolía que le causa la pérdida de esos mundos idílicos pauperizados, en una carta abierta a Calvino de 1974 —publicada por Galaxia Gutenberg en la breve compilación El fascismo de los antifascistas—, espeta que su interés en ellos “obedece a su importancia en mi experiencia personal, no a su importancia objetiva”. Y agrega: “Los hombres de este universo no vivían en una edad de oro […] Esta gente vivía en la edad del pan. Es decir, eran consumidores de bienes extremadamente necesarios. Y eso era tal vez lo que hacía extremadamente necesaria su pobre y precaria vida. Está claro, por el contrario, que los bienes superfluos hacen que la vida sea superflua”.
Esta convicción abre la puerta a lo que llama el “hedonismo interclasista”, en el sentido de que el ascenso de la vida superflua no es privativa de las clases con poder. Al contrario, es impuesta a la sociedad en su conjunto. Incluso, dice que la sociedad de consumo produce, sobre todo a los jóvenes que son los más expuestos a las delicias del mercado, un genocidio cultura, expresado en su creciente afasia lingüística, donde solo logran balbucear poco y mal.
Para su amigo y biógrafo Enzo Siciliano, en su última película Salò. Los ciento veinte días de Sodoma, estrenada semanas después de su muerte, Pasolini está decidido a llevar su crítica al poder a sus últimas consecuencias. “Estamos en peligro” fue una advertencia sobre la que insiste una y otra vez. En la película, Siciliano apunta que Pasolini quiere mostrar la cara anarquizante del poder, ya que “el poder quiere anular la historia y vencer a la naturaleza. Historia y naturaleza pueden ser anuladas y derrotadas a través del sexo”. La sentencia es inquietante. De hecho, Giorgio Agamben la recupera en el último volumen de su proyecto del Homo sacer, titulado El uso de los cuerpos, para pensar en las condiciones de posibilidad del poder destituyente.
Pasolini hace de la transgresión un oficio de vida, no es una cuestión de estilo literario. Decide ser objeto de pérdida, oscila siempre entre la experiencia límite que mezcla la piel, el cuerpo y marcadamente la sexualidad, y la redención imposible que lo regresa todas las noches al mundo ordinario.
En 1975, Pasolini señala que la sociedad gira sobre el vacío que ha dejado la desaparición de las luciérnagas, causada por el elemento autodestructivo de la sociedad de consumo. Los juegos de transgresión que puso en acto son una bocanada de aire fresco en una época donde la violencia y la crueldad están al acecho en cada esquina, y el sufrimiento es amplificado con cada decisión política. También pueden ser leídos como una alternativa frente a las palabras de orden que anuncian de manera irrevocable la podredumbre acumulada en el campo de la política, la moral, la ciencia y la religión. Hoy, ante la asfixia de lo políticamente correcto, su obra puede ser leída como el brillo de la ausencia fantasmal que nos queda con la desaparición de las luciérnagas.
AQ / MCB