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  • Evodio Escalante: Nuestros grandes escritores “son también nuestros grandes críticos”

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Evodio Escalante, poeta y crítico literario. (Foto: Araceli López Vega)

Tras recibir el Premio Internacional Rubén Bonifaz Nuño 2025, Evodio Escalante expone sus vínculos intelectuales y personales con el autor de ‘Albur de amor’.

Evodio Escalante, referente de la crítica literaria en México, poeta y ensayista, ha recibido el Premio Internacional Rubén Bonifaz Nuño 2025, que otorga la Universidad Nacional Autónoma de México, bajo el auspicio del Instituto de Investigaciones Filológicas. Amigo con quien he mantenido una larga conversación sobre temas de mutuo interés, accede a tener esta charla que pone sobre la mesa una perspectiva de su trayectoria intelectual y en cierta medida biográfica.

Evodio estudió Derecho en la ciudad de Durango, la misma carrera en la que se tituló Rubén Bonifaz Nuño, pero, luego de tener una formación marxista y radicalizar su pensamiento y sus acciones, llegó a la Ciudad de México a estudiar Sociología a la Facultad de Ciencias Políticas de la UNAM, desertó y regresó a su ciudad natal para finalmente radicar en la capital del país donde comenzó a buscar trabajo y a estudiar la maestría en Letras Hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras. Carlos Monsiváis le recomendó hacer reseñas para el suplemento de la revista Siempre!, que él dirigía, como una forma de ganar unos pesos. Al escribir reseñas, descubrió una vocación crítica y ensayística que se le “daba”. El Evodio apacible y pacífico se veía y se ve arrastrado por esa otra personalidad que hurga en los cimientos mismos del lenguaje y del pensamiento para poner en crisis la obra en cuestión y proponer otra lectura. Aunque se asume sin ambages como un crítico de vocación, la poesía ha acompañado su vida intelectual y creativa.

¿Qué te une a Bonifaz Nuño, cómo lo identificas en el plano de intereses intelectuales?

Hay tres libros esenciales de Bonifaz Nuño con los que me identifico: Los demonios y los días (1956), El manto y la corona (1958) y Fuego de pobres (1961), sin olvidar ese inesperado retorno a la “esencia” del mexicano que encontramos en Albur de amor (1987). Me parece que pocos poetas de nuestra tradición consiguen abordar el amor y la ciudad con la hondura y la naturalidad con que los asume Bonifaz Nuño. Hay en él una épica de lo cotidiano que siempre me ha parecido muy convincente. Pero, más allá de ello, está el virtuoso enmascarado del verso. Su trayectoria como traductor de los clásicos, su conocimiento de la composición y de la versificación castellana, le permiten hacer una propuesta revolucionaria, y creo que hasta ahora poco atendida: la de utilizar un verso de medida fluctuante acentuado siempre en la quinta sílaba. A partir de aquí, Bonifaz Nuño rompe a su modo con el prolongado dominio del endecasílabo como verso culto por excelencia de nuestra tradición. Podría decirse que el endecasílabo, un verso que privilegia los acentos en las sílabas pares, en la sexta y la décima sílaba, pongamos por caso, o en la cuarta, la sexta y la décima cuando se trata del llamado endecasílabo sáfico, incluso en el caso del endecasílabo “de gaita gallega”, que acentúa en la cuarta y la séptima, y que termina poniendo el acento en la décima que es de nuevo una sílaba par, ha sido el verso canónico de la poesía culta, digamos, desde Garcilaso hasta Octavio Paz. ¿Cómo romper el hechizo? Proponiendo un verso que de modo invariable lleve un acento en la quinta sílaba, o sea, en una sílaba impar. Se trata de una aportación de enorme originalidad, que acaso transcurre “invisible”, sin que el lector se dé cuenta, pero de una gran eficacia.

Por lo demás, Bonifaz Nuño es multifacético, no solo es traductor y poeta. Inmerso en la historia de nuestro país, estudia con cuidado la escultura prehispánica en varios de sus libros, y una de las herencias que deja en la UNAM, además de la colección de clásicos griegos y latinos, es la de haber fundado el Seminario para la Descolonización de América Latina. Esto no tiene nada qué ver con el marxismo, con el que Bonifaz Nuño no tiene ningún vínculo, pero sin duda sirvió de inspiración para el “giro” a los pueblos indígenas que diera uno de sus discípulos: Carlos Montemayor.

Bonifaz es coetáneo de Rosario Castellanos, él de 1923 y ella de 1926, ¿Hallas puntos de encuentro entre sí?

Se trata de dos eruditos impresionantes, a los que hermana su profundo amor por las culturas indígenas de México. Es cierto que su modo de respirar es diferente. Bonifaz Nuño se orienta hacia los clásicos, mientras que Rosario Castellanos se abre de lleno a lo más contemporáneo. Si Homero y Catulo, cuyas obras tradujo, son un modelo eterno para el primero, Castellanos es lectora ávida de Claudel y de Simone de Beauvoir, y conoce bien la filosofía existencialista. De cierto modo, Bonifaz Nuño está próximo a la figura de Carlos Pellicer; Castellanos, en cambio, registra el impacto de la poesía norteamericana de vanguardia, emulando lo que hiciera Salvador Novo en los años veinte.

Antes que ellos está la figura polifacética de Alfonso Reyes. ¿Ves alguna relación entre Reyes y Bonifaz? ¿De qué núcleo intelectual abrevan?

Alfonso Reyes y Bonifaz Nuño comparten rasgos intelectuales distintivos: su erudición y su gusto por la antigüedad clásica. Pero Bonifaz, a diferencia del ateneísta Reyes, que sale muy joven de México, se ciñe ante todo a la atmósfera de la UNAM, ella es su nicho y su esfera de influencia, por decirlo así, en tanto que Reyes va de país en país consolidando una vocación cosmopolita. En cualquier ciudad del mundo se mueve como Juan por su casa, y en todas partes hace grandes amigos. Bonifaz Nuño es más ceñido como poeta, más volcado hacia las raíces de nuestro país.

En tu caso, has estudiado y escrito sobre cada generación, pero te has enfocado más en las vanguardias. ¿Con qué figuras sientes más afinidad e identificación?

Los escritores que me marcaron desde la adolescencia fueron tres grandes de la generación de Taller: José Revueltas, Efraín Huerta y Octavio Paz, todos tocados en cierto momento por la idea de la Revolución. Me di a conocer como crítico literario con un libro sobre Revueltas, pero también tengo otro sobre fruición de Octavio Paz. Con Paz he tenido una relación a veces complicada, pero siempre a partir de una admiración profunda. Es un autor preciso e inagotable que se mantiene activo y en forma, como ensayista y como poeta, hasta el último día de su vida. Aunque soy un discípulo anacrónico de Taller, admiro mucho —no podía ser de otro modo— a los Contemporáneos (le dediqué un libro a Muerte sin fin de Gorostiza) y me he ocupado de quienes pasan por ser sus “enemigos”, los estridentistas, que irrumpen en la escena literaria en los años veinte encabezados por Maples Arce y dan al traste con la hegemonía, hasta entonces indisputada, del modernismo. Eduardo Lizalde tiene un lugar especial en mi afecto: el compañero de lucha de José Revueltas se transforma con los años en uno de los poetas más lúcidos y entrañables, lo mismo escribe un poema “cantinero”, cercano a los estragos del alcohol, que regresa a la muy difícil tradición del poema intelectual, como sucede, de modo inmejorable, en Cada cosa es Babel y en El tigre en la casa.

El espíritu de inconformidad nutre también a la poesía. Los grandes poetas son sus principales críticos antes de hacer pública su obra. ¿Cómo ligas esos dos planos de inconformidad en tu trabajo intelectual, creativo?

Creo que todo escritor tiene un amigo secreto con quien debe siempre conversar: el crítico. De otro modo, estamos perdidos. Incluso el crítico necesita el auxilio de ese crítico oculto que lleva en el corazón. Si lo llegara a ignorar, está perdido. A fin de cuentas, nuestros grandes creadores son también nuestros grandes críticos; ahí está el ejemplo de Octavio Paz. No se queda atrás de él, por cierto, Ramón López Velarde. Se olvida a menudo que Zozobra, su gran libro de madurez, incluye como prefacio un soneto de Rafael López en que se pitorrea de la Academia Mexicana de la Lengua. Incluso su primer libro, La sangre devota, al que algunos quieren ver como producto de un “poeta de campanario”, deja ver los gérmenes de un decadentismo que lo convertirá en un poeta incómodo para el establecimiento literario de la época. ¿Decadentista? Sí, claro, pues ya leyó a Baudelaire, y con ello termina para siempre el dominio del Seminario eclesiástico sobre su intelecto, por eso escribe esos versos que le dedica a su prima Águeda: “entonces era yo seminarista,/ sin Baudelaire, sin rima y sin olfato”.

Evodio Escalante, crítico literario
Evodio Escalante: “Antes que nada me gustaría ser recordado por mi trabajo como crítico literario”. (Foto: Araceli López Vega)

En tu visión crítica, ¿adviertes personalidades que marquen un horizonte intelectual en México, autores que establezcan parámetros para la discusión y el debate cultural?

Después de la muerte de Paz nos quedamos sin figuras patriarcales, pues, como sabes, no tuvo sucesores. Dentro y fuera del círculo que lo rodeaba no hay un poeta como él, no hay nadie que tenga su talla ni su temperamento intelectual, aunque pueda haber buenos ensayistas e incluso poetas apreciables. Hoy nos movemos en un terreno informe, gelatinoso, habrá que esperar a que cristalicen ciertas condiciones, ciertas ideas para saber hacia dónde nos movemos. En mi caso, aunque creo que me falta perspectiva para ver mejor el panorama literario en México, puedo afirmar que se siente la ausencia de grandes o pequeños debates sobre los temas que realmente nos importan como escritores y como ciudadanos de a pie.

Sobre tu poesía, me parece que muchos desconocen tu evolución desde Dominación de Nefertiti, La noche de Sun Ra o Todo signo es contrario, más cercanos a la poesía de poetas como José de Jesús Sampedro, hasta tus poemarios más recientes como Relámpago a la izquierda y en especial Crápula, donde el lenguaje se vuelve procaz hasta llegar a Salmos sueltos, en el que muestras una vena mística.

Qué bueno que mencionas al querido amigo José de Jesús Sampedro. Comparto con él líneas generacionales, y somos coautores de un librito hoy olvidado, Crónicas de viaje, que publicó Punto de Partida de la UNAM en 1975. No olvidar el lenguaje callejero, sino incorporarlo al terreno de la poesía. Quizá, como das a entender, mi oficio de crítico me lleve a descubrir (todavía, “a la vejez, viruelas”) nuevos territorios. No dejo de maravillarme, aunque sé que es un hallazgo tardío, con algunos poemas de Manuel Gutiérrez Nájera, y, en especial, de la forma en que recurre al verso blanco para escribir el que es, quizás, el más tremendo de los poemas que se han escrito en nuestro país, “To be”, una cumbre no superada entre nosotros vinculada al nihilismo y a la muerte de Dios.

¿Pueden venir nuevas cosas? Imposible saberlo. Quizá sí, ahí tenemos el ejemplo de Óscar Oliva, quien a sus ochentaitantos nos sorprende con un libro vertiginoso e innovador, Escrito en Tuxtla, que parece haber sido escrito, en el mejor sentido del término, por un poeta de veinte años.

Jacques Derrida decía que el futuro es un monstruo. No sabemos ni podemos imaginar qué diablos pueda traernos el futuro. Seguramente el olvido. Aunque me siento apegado a mis poemas, pues son parte de mí, creo que antes que nada me gustaría ser recordado, bien o mal, por algunas polémicas y por mi trabajo como crítico literario.

¿Cuál es tu primer recuerdo de Rubén Bonifaz Nuño?

Hacia los años setenta, la filósofa María Rosa Palazón, adscrita al Instituto de Investigaciones Filológicas y cercana a la doctora Aurora Ocampo, del Diccionario de escritores mexicanos, me hablaba siempre con entusiasmo de Bonifaz Nuño y me animaba a que pasara a saludarlo. Sería, sin duda, bien recibido. Me armé de valor y fui a buscarlo en sus oficinas de Filológicas, pero al divisarlo tuve una reacción inesperada: el personaje me produjo pánico, quedé como paralizado, giré sobre mis talones y me retiré del lugar. Años después por fin lo traté y me sorprendió encontrar un hombre afable, generoso con los jóvenes y con mucho sentido del humor. Yo había tenido por aquel entonces una polémica con Antonio Alatorre, con quien Bonifaz Nuño se había distanciado por la versión de las Heroidas de Ovidio que había hecho Alatorre. “Le ganaste. Fuiste muy superior, te felicito”, me dijo al verme en El rincón de la lechuza, y con ello selló una amistad que me enorgullece. Años después, hacia 1992, cuando la Universidad Veracruzana le concedió el Doctorado Honoris Causa, me convidó a que lo acompañara, al lado de Henrique González Casanova, a la ciudad de Xalapa. Era, por supuesto, ineludible la visita al Museo de Antropología de esa ciudad. Cuando íbamos a la mitad de la visita y frente a las imágenes de las Cihuateteo, las mujeres-diosas muertas en parto, se detuvo de pronto y se dio media vuelta encaminándose a la salida. Lo alcanzamos para ver qué pasaba: “No puedo con esto, es demasiado para mí. No puedo continuar”. Aunque Rubén Bonifaz era un hombre, ¡quién lo duda!, con un aura de poder, y una enorme experiencia, seguía siendo al mismo tiempo un hombre sensible y vulnerable, como ese joven que era yo cuando intenté saludarlo por primera vez.

AQ / MCB

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