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  • La utopía es “un afrodisiaco para el cambio”: Armando González Torres

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El poeta y ensayista Armando González Torres. (Foto: Jesús Quintanar)

‘Jardines en el cielo’ es una vasta cartografía sobre ese espacio ideal que creó Tomás Moro. En entrevista, Armando González Torres nos conduce hacia sus múltiples manifestaciones.

Paul Ricoeur decía que la ideología es la justificación del presente y la utopía del futuro. El último libro de Armando González Torres, Jardines en el cielo. ¿Qué hacer con las utopías? (Ariel), nos confronta a esta forma del pensamiento prospectivo, la utopía, en muchas de sus variantes en la tradición occidental.

Tomás Moro y Vasco de Quiroga, el falansterio de Charles Fourier, el estalinismo y el fascismo como utopías totalitarias, y más allá las comunidades hippies de ayer o “intencionales” de hoy: el ensayista mexicano da cuenta de esta constelación que han sido los proyectos utópicos. Pero no únicamente glosa sus teorías, sino las instituciones históricas que han encarnado esta idea en apariencia demasiado simple: vivir mejor. Las paradojas de estos proyectos quedan ilustradas de sobra en este libro de ensayos pautados por el despliegue de matices, una razonable distancia y justificados entusiasmos.

A la vista del repaso que haces de las utopías en Jardines en el cielo, ¿cuál es tu reacción ante esta afirmación de Joseph Campbell?: “Los cultos totémicos, tribales, raciales, y los agresivamente misioneros, representan solo soluciones parciales al problema psicológico de vencer al odio por medio del amor; son solo parcialmente iniciadores. El ego no está aniquilado en ellos, más bien está ampliado; en vez de pensar en sí mismo, el individuo se dedica al todo de su sociedad. El resto del mundo mientras tanto (o sea, con mucho, la porción mayor de la humanidad) queda fuera de su simpatía y protección, porque está fuera de la esfera de la protección de su dios. Entonces toma lugar ese dramático divorcio de los dos principios del odio y del amor que las páginas de historia ilustran abundantemente. En vez de limpiar su propio corazón, el fanático trata de limpiar el mundo” (El héroe de las mil caras).

La advertencia de Campbell es muy precisa. En efecto, la utopía, pariente laica, pero cercana del mito y de distintas formas de culto, en principio, busca instaurar la armonía y promover una convivencia perfecta. Sin embargo, dependiendo de la modalidad, ambición y alcance de cada utopía, existe la posibilidad de que desemboque en el fanatismo y la intolerancia. De hecho, aunque hay excepciones, gran parte de las utopías aspira a una sociedad de perfectos, excluyente, por tanto, de los seres de carne y hueso, tendiente a la represión y corrección forzosa de los inadaptados y pendiente más de un arquetipo que de los propios individuos. Así, el amor abstracto a la humanidad y el ansia de perfección suelen desembocar en el odio y la intolerancia a las personas concretas que estorban para esas ilusiones. Por lo demás, la introspección, la indagación en el propio corazón y albedrío no siempre tienen un lugar en la utopía, donde los deseos y ambiciones individuales tienden a subordinarse a lo colectivo.

Ciertamente, hay utopías donde se busca un intercambio más equilibrado entre el bienestar conjunto y la realización individual, como las de Charles Fourier, William Morris o algunas utopías estéticas del siglo XX. Este mismo equilibrio se persigue en algunas de las denominadas “comunidades intencionales” contemporáneas, que son utopías a pequeña escala y con aspiraciones más humildes, como escapar a los modos de producción económica y convivencia social más convencionales y paliar el aislamiento y la alienación de nuestros tiempos. Así, la materia utópica es muy heterodoxa y maleable. Lo mismo hay utopías muy rígidas que libérrimas, ambiciosas y abarcadoras, o modestas.

En el capítulo “Socialistas utópicos y otras especies" nos descubres que en el Jardín Alejandro de Moscú se erige un obelisco con los nombres de los grandes utopistas. De abajo a arriba aparecen, entre los más conocidos: Bakunin, Prudhon, Jaurès, Fourier, Saint-Simon, Moro, Campanella, Engels y Marx. El simbolismo del obelisco como monumento, por supuesto, evoca una escalera entre la tierra y el cielo. La obra de estos pensadores serían las gradas por las que la humanidad alcanzaría su cenit. En tu libro, titulado muy a propósito Jardines en el cielo, te ocupas de varios de ellos. Se trata de autores que han marcado el pensamiento político y social de la humanidad. Un valor importante de tu libro es mostrar que detrás de muchas aspiraciones hoy comúnmente aceptadas e incluso pregonadas por las repúblicas liberales late la obra de los utopistas. ¿Qué sería de la historia de la cultura en Occidente sin las utopías?

La utopía fue patentada cómo género literario en el siglo XVI por Tomás Moro. Sin embargo, a partir de este modelo no solo se crearon muchas utopías ulteriores, sino que se localizó en textos anteriores a la Utopía de Moro, desde Platón hasta ciertos movimientos religiosos medievales, un patrón de pensamiento contrafáctico, que busca trazar mundos mejores, opone valores morales a las necesidades y apetitos inmediatos y piensa en formas de armonizar (o muy a menudo subordinar) la iniciativa y realización individual con el bienestar colectivo. La utopía constituye, entonces, un afrodisiaco para el cambio y sus resultados pueden ser variados: lo mismo intuiciones pioneras en materia de organización económica, social, de derechos humanos y de libertades, que pesadillas de miseria y opresión. Lo cierto es que, más allá de sus fracasos históricos, muchos de los avances civilizatorios más notables provienen de ideas consideradas, en principio, absurdas, inviables y utópicas. Por eso, lo mejor, lo más rescatable, de la cultura moderna debe mucho a este género de la esperanza y su presencia, ciertamente inquietante y ambivalente, resulta indispensable en Occidente.

Jardines en el cielo, libro de Armando González Torres sobre utopías
Portada de libro ‘Jardines en el cielo’, de Armando González Torres. (Ariel)

Escribes sobre Charles Fourier: “Para Fourier, lo verdaderamente racional consistía en incorporar las pasiones y hacerlas converger de tal manera que coadyuvaran al bienestar y la felicidad en general, pavimentando las vías hacia la opulencia y el placer sensual”. En la sociedad global contemporánea, opulencia y placer sensual son dos valores rectores, fomentados por los medios de comunicación y el mercado. Paradójicamente, lo que en Fourier parece una aspiración libertaria que ensancha la vitalidad, en nuestra época forma parte de una enajenación rotunda. ¿Cómo explicas este cambio y qué soluciones puedes vislumbrar?

La personalidad y la obra de Fourier son de las más excéntricas en el horizonte utópico. El pensamiento de Fourier es tan fascinante y visionario como fantasioso y, a veces, pueril. Él consideraba que su propuesta de organización social cooperativista, el falansterio, era el marco idóneo para impulsar una producción agroindustrial, relativamente modesta y sustentable, que cubriera las necesidades básicas y, al mismo tiempo, permitiera las formas más altas de realización individual, esparcimiento y liberación sensual. Si bien sus propuestas cooperativistas fueron muy influyentes en su época, su pensamiento hedonista tuvo mayor gravitación en auditorios selectos del siglo XX. De modo que este solterón retraído y solitario es, de alguna manera, el precursor de la gran revolución hedonista de nuestro tiempo, que se manifiesta primero a través de algunas vanguardias de principios del siglo pasado, se vuelve masiva con los movimientos juveniles de los años sesenta y constituye actualmente una inercia cultural a veces, como dices, enajenante y una de las vetas más rentables del mercado. Sin embargo, más allá de sus perversiones ideológicas y mercantilistas (la desvinculación entre derechos y responsabilidades, el culto burdo a la dizque autenticidad y la gratificación inmediata, el imperio banal de la llamada, por Roger Scruton, “juvenilia”), me parece que esta reivindicación del placer que comenzó Fourier constituye una de las herencias más valiosas de la utopía. Desde luego, hay que estar alerta de sus trampas y corresponde a cada individuo discernir entre placer, enajenación y consumo.

En el capítulo “Utopías totalitarias y distopías” señalas: "La forma radical de utopismo que se desarrolló en la URSS, la Italia fascista y la Alemania nazi se legitima en antiguos mitos y reivindicaciones históricas; sin embargo, es plenamente moderna y se auxilia de las ciencias para fundamentar sus expectativas. [...] En algunas variantes de este optimismo, la evolución humana no tendría fin y el futuro augura una raza de titanes, capaz incluso de conjurar la muerte”. Sin mencionarlo, apuntas al fenómeno actual llamado transhumanismo, utopía que promete la victoria contra la vejez y decrepitud naturales cuando no la abolición de la muerte, gracias a la ciencia y la tecnología. Por otro lado, la eugenesia está hoy tan viva como en el siglo XX. Se trata de dos “utopías” que emanan con fuerza de Estados Unidos y que cautivan a grandes sectores de la población, incluso a aquellos que no están considerados en ellas ni tendrían tampoco acceso a sus bondades. ¿Se trata del estado actual del pensamiento utópico en Occidente?

Una característica de buena parte de las utopías consiste en apostar por una incesante perfectibilidad humana. Desde Campanella y Bacon hasta el nazismo, con apoyo de la eugenesia y la ciencia, algunas utopías confían en una capacidad ilimitada de mejoramiento humano, al grado de que se supone que es posible, con una adecuada planeación, forjar especímenes más sanos, longevos y bellos e, incluso, vencer la enfermedad y la muerte. Por ejemplo, tras la muerte de Lenin, en la URSS se formó un organismo burocrático encargado de velar por la “inmortalidad” del líder, pues se creía que, gracias al inminente avance de la ciencia soviética, pronto sería posible resucitarlo. Así, uno de los rasgos más llamativos (y perversos) de algunas utopías es atrofiar el sentido de las proporciones e infundir fantasías de omnipotencia. Esto implica minimizar deliberadamente la vulnerabilidad y fragilidad inherente a la condición humana, así como su interrelación con el resto de la naturaleza y el cosmos. En la actualidad, como sugieres, la ciencia moderna, particularmente la ingeniería genética o la inteligencia artificial, y movimientos como el llamado transhumanismo, han hecho abrigar expectativas utópicas, en ocasiones desorbitadas, en torno a la prolongación de la vida y depuración de las capacidades y competencias de los individuos. Si bien estos desarrollos tecnológicos pueden ser encauzados positivamente en favor del bienestar, sus potenciales efectos plantean importantes dilemas filosóficos, éticos y prácticos y, sobre todo, pueden alimentar la más ciega soberbia y los más absurdos delirios de grandeza.

¿Tiene Armando González Torres una utopía?

La utopía es muy atractiva no solo como un proyecto grandioso de ingeniería social o una solución efectiva a dilemas colectivos, sino que su gran poder de seducción radica en que promete resolver muchas de las tribulaciones más íntimas y sentidas del individuo, como el sentimiento de aislamiento y vulnerabilidad o, incluso, el miedo a la finitud. En las utopías se supone que la convivencia es cálida, fraternal y armónica; la realización personal se acopla perfectamente con el progreso y la felicidad comunitaria, y hay un eterno y venturoso presente ajeno a los vaivenes de la historia. No es extraño que muchos militantes y entusiastas de utopías hayan buscado, más que crear una sociedad ideal o cambiar al mundo, resolver algunos de sus más hondos problemas personales. Consciente de esta ambivalencia, siempre he tenido una mezcla de simpatía estética, y a la vez reticencia racional, hacia la figura de la utopía. No albergo ninguna utopía, y lo que he tratado de hacer en este divertimento ensayístico es justipreciar la función afrodisiaca de algunos de los más nobles ideales humanos que ha jugado la utopía, sin olvidar jamás sus extremos de violencia y fanatismo.

AQ

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Laberinto es una marca de Milenio. Todos los derechos reservados.  Más notas en: https://www.milenio.com/cultura/laberinto
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