Un señor toma un sombrero al azar en la antesala, entra a un salón lleno de gente y se dirige hacia una dama.
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En el tercer tomo de En busca del tiempo perdido, el señor de Norpois, amante de la marquesa de Villeparisis, para ocultar su presencia en la casa y requerido en el salón por la señora, toma un sombrero en la antesala simulando su llegada. Pero, el mayordomo encargado de llamarle, no cumple plenamente su servicio, ya que la marquesa había ordenado en voz alta:
Vaya usted a decir al señor de Norpois que venga; está clasificando unos papeles en mi despacho; dijo que tardaría veinte minutos en venir y hace ya una hora y tres cuartos que lo espero.[1]
Al describir la escena del sombrero, en la página siguiente, el narrador deduce que “el maestresala no había debido de cumplir del todo el encargo que acababa de darle para el señor de Norpois, porque este, para hacer creer que llegaba de fuera y que aún no había visto a la señora de la casa, cogió un sombrero al azar, en la antesala, y vino a besar ceremoniosamente la mano de la señora de Villeparisis, preguntándole cómo se encontraba (…) Ignoraba que la marquesa de Villeparisis había quitado de antemano toda verosimilitud a aquella comedia…”[2]
El narrador expone la escena del sombrero, a la que no pudo asistir, desde una perspectiva omnisciente: él se encontraba en el salón con todos los demás y había observado la llegada del señor de Norpois, con el sombrero puesto. Sin embargo, dos páginas después, la perspectiva omnisciente vuelve en forma de prolepsis a la visión subjetiva, ya que, cuando el señor de Norpois lo saluda, el narrador descubre que el sombrero cogido al azar era el suyo. La consciencia que recuerda y que relata, que ya lo ha visto todo, se adelanta al personaje que vive una determinada situación, que aún ignora la dinámica del caso. La aparente incongruencia queda resuelta y el gesto “al azar” evocado a destiempo responde a una clara estrategia narrativa: separar el narrador que narra del narrador que actúa, colocarlos en dos épocas distintas y ajustar en su intervalo el enfoque de la historia.
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Disimulación, camuflaje, reconocimiento… los ingredientes de la intriga clásica nutren la comedia social de Marcel Proust. En las tres mil páginas de En busca del tiempo perdido se cuentan poco menos de mil cien personajes. Algunos son figuras históricas, nombres, referencias; otros son comparsas, su papel dura unas líneas; la mayoría son individuos definidos que obran, cambian y hablan con un lenguaje propio. Y yo, lector de la novela, ¿puedo tomar aquel sombrero y presentarme al escenario alegando mi derecho a participar? Si Norpois coge al azar un sombrero que el narrador reconoce como el suyo, ¿por qué yo no puedo tomarlo prestado y fingir mi aparición en la novela?
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El primer personaje que entra en escena, en el primer párrafo del tomo primero, es una fantasía del narrador en duermevela:
Me preguntaba qué hora sería; oía el silbar de los trenes que, más o menos en la lejanía, y señalando las distancias, como el canto de un pájaro en el bosque, me describía la extensión de los campos desiertos, por donde un viandante marcha de prisa hacia la estación cercana; y el caminito que recorre se va a grabar en su recuerdo por la excitación que le dan los lugares nuevos, los actos desusados, la charla reciente, los adioses de la despedida que le acompañan aún en el silencio de la noche, y la dulzura próxima del retorno.[3]
Un sutil paralelismo vincula el exordio de Proust con el comienzo de la Divina comedia: ahí también el primer personaje —excepto el narrador, que se desdobla en el que rememora y el que actúa— es una imagen que surge de la mente para infundir al lector un estado emocional:
Y como aquel que sale jadeante
del mar y al verse libre del naufragio
se vuelve y mira el agua procelosa,
de igual modo mi ánimo, aún huyendo,
se volvió atrás para mirar el paso
que no cruzó jamás ningún ser vivo.[4]
El náufrago en el agua procelosa y el viandante en los campos desiertos; el ánimo huyendo y la prisa del viandante; el paso que no cruzó jamás ningún ser vivo y los lugares nuevos… La correspondencia temática apunta a una muestra de empatía con el lector: transmitir la sensación de angustia, apuro, soledad, melancolía, a partir de dos imágenes tangibles, que evocan fuerzas primarias de la naturaleza, paisajes, efectos sensoriales. Proust, como Dante, nos atrae hacia un periplo espiritual, un viaje al más allá de la memoria y en la reviviscencia del pasado; ambos cruzan el confín de la razón para abrirse al milagro de una lógica inaudita, psíquica o velada. El lector podría desconfiar y renunciar, y suspender su confianza en el relato, por ende conviene involucrarlo poniéndose a la escucha de su vacilación: así, el náufrago y el viandante son espejos de una real afinidad, una discreta compañía para el lector que oye un latido que ya experimentó, que guardaba grabado en su interior, en su clarividencia, en su capacidad de entendimiento. Náufrago y viandante no son personas vivas, son figuras retóricas de la comprensión: pero transforman al lector en personaje, porque le infunden la zozobra que ha vivido el narrador, porque saltan la frontera que aleja la faena transitiva de escribir y el oficio reflexivo del que lee; porque cada uno de nosotros es náufrago y viandante sin que nadie se pierda en la página que fluye. Dante y Proust nos atraen a su periplo en vilo de una analogía.
Asimismo, a remarcar el cuidado que Proust pone en el trazo de ese primer personaje, entra otro modelo que podemos indicar como fuente explícita de inspiración. Se trata de un pasaje de La educación sentimental de Flaubert, que Proust analiza en un artículo de 1920, posterior de siete años a la publicación de su novela y vestigio de un apego cultivado en el tiempo. Proust declara que a su juicio “la cosa más bella de La educación sentimental no es una frase, sino un espacio en blanco” entre la quinta y la sexta parte. Y lo cita:
… y Frédéric, atónito, reconoció a Sénécal.
Viajó.
Conoció la melancolía de los transportes, el frío despertar bajo una tienda, el aturdimiento de los paisajes y de las ruinas, la amargura de las simpatías interrumpidas.
Volvió.[5]
Un cotejo puntual de los pasajes destaca matices de evidente consonancia:
Proust: la excitación que le dan los lugares nuevos / Flaubert: el aturdimiento de los paisajes y de las ruinas
Proust: los actos desusados / Flaubert: el frío despertar bajo una tienda
Proust: los adioses de la despedida / Flaubert: la amargura de las simpatías interrumpidas
Proust: la dulzura próxima del retorno / Flaubert: Volvió
Proust adopta un motivo de Dante y aprehende un estilo, cuasi un vocabulario, de Flaubert. Maestro del pastiche y de la imitación, escoge a sus modelos y los emplea según conviene a su diseño, a su inventiva, a su propia entonación. El lector, por otra parte, asimila el ritmo impetuoso de la imagen y se adhiere a la experiencia de su guía, libre de toda prevención, con la natural curiosidad del extranjero hacia el mundo al que se asoma.
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Entrar a una novela es como ponerse un sombrero al azar. Implica disfrazarse, interactuar, escuchar y confiar, confiarse, parecerse, observar, aunque de pronto sospechar, volver a creer y retractarse. El narrador, en la acepción que propuso Walter Benjamin en un ensayo memorable de 1936, es “un hombre que tiene consejos para el que escucha” y el “consejo no es tanto la respuesta a una cuestión como una propuesta referida a la continuación de una historia en curso”.[6] Una novela nunca está resuelta de antemano, la escritura es un boceto del sentido, una obligación de la mirada con la inteligencia, más profunda cuanto más contagia su promesa, para que el lector le dé respiro en cada línea y la materia comience a circular. Proust lo sabía y no perdió de vista su sombrero.
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Pero, observaba Benjamin, narrador y novelista no coinciden, ya que la novela no presume la tradición oral y su enseñanza, ni se integra en ella: nace como texto escrito, escrito en soledad, por una consciencia que dialoga con otra soledad.
El narrador toma lo que narra de la experiencia; la suya propia o la transmitida, la toma a su vez, en experiencias de aquellos que escuchan su historia. El novelista, por su parte, se ha segregado. La cámara de nacimiento de la novela es el individuo en su soledad; es incapaz de hablar en forma ejemplar sobre sus aspiraciones más importantes; él mismo está desasistido de consejo e imposibilidad de darlo. Escribir una novela significa colocar lo inconmensurable en lo más alto al representar la vida humana.[7]
Benjamin ponía el acento en la dimensión sapiencial y colectiva del “consejo” que aporta el narrador, en su arraigo en la experiencia y su dominio de los temas cruciales de una comunidad; en cambio, la novela es incapaz, por su naturaleza, de sugerir un corolario general, o un argumento de índole ejemplar, porque su perspectiva es limitada al intelecto que la plasma. El narrador pone por encima de todo el consejo tomado de un credo compartido; el novelista invoca una laguna, la pérdida, la duda: “la novela informa sobre la profunda carencia de consejo, del desconcierto del hombre viviente”.[8] Sin embargo, podríamos objetar que la novela profesa su consejo, su verdad, busca una sentencia en el hueco que ha dejado el ejercicio de la sabiduría tradicional. Alessandro Baricco, al comentar ese pasaje, advierte: “He ahí un clásico caso del manifestarse, en lo que se esfuma, de una nueva belleza: la fuerza de la novela brota de las cenizas de la narración”.[9] Por su parte, en sus Ideas sobre la novela, de 1925, José Ortega y Gasset afirmaba que “la relatividad entre horizonte e interés —que todo horizonte tiene su interés— es la ley vital que en el orden estético hace posible la novela”.[10] Y Juan José Saer, en una nota sobre la vocación de la ficción, fechada en 1989, veía su orden central en el “entrecruzamiento crítico entre verdad y falsedad” y afirmaba que “a causa (…) de la posición singular de su autor entre los imperativos de un saber objetivo y las turbulencias de la subjetividad, podemos definir de un modo global la ficción como una antropología especulativa”.[11]
Narrador y novelista, lejos de oponer sus propias voces y renunciar a convivir, ligan su destino en un espacio en blanco de Flaubert, en el manifestarse de una belleza nueva, en el camino andado que graba un viandante en su recuerdo por la excitación de los lugares nuevos.
[1] Marcel Proust, En busca del tiempo perdido. 3. El mundo de Guermantes, traducción de Pedro Salinas y José María Quiroga Pla, Alianza editorial, 2021, p. 291.
[2] Ibidem, p. 292
[3] Marcel Proust, En busca del tiempo perdido. 1. Por el camino de Swann, traducción de Pedro Salinas, Alianza editorial, 2012, p. 14.
[4] Dante Alighieri, Comedia, prólogo, comentarios y traducción del italiano de José María Micó, Acantilado, 2018. Infierno, I, 22-27.
[5] Gustave Flaubert, La educación sentimental, edición en línea en https://cdn.pruebat.org/libros/pdf/La-educacion-sentimental.pdf
[6] Walter Benjamin, El narrador, traducción de Roberto Blatt, Taurus, 1991.
[7] Ibidem.
[8] Ibidem.
[9] Walter Benjamin, Il narratore. Considerazioni sull’opera di Nikolaj Leskov, note e commento di Alessandro Baricco, Einaudi, 2011.
[10] José Ortega y Gasset, Meditaciones del Quijote. Ideas sobre la novela, Espasa-Calpe, 1976.
[11] Juan José Saer, El concepto de ficción, Rayo Verde editorial, 2016.
AQ / MCB