El Novecento trajo a México una estabilidad política y social que se impuso por la fuerza. El general Porfirio Díaz dirigió el destino del país por más de treinta años, y la Belle Époque se manifestó por medio de la estética modernista. Poetas como Salvador Díaz Mirón, Manuel José Othón y Manuel Gutiérrez Nájera se irguieron como protagonistas de la poesía mexicana de finales del siglo XIX. Amado Nervo, José Juan Tablada y Enrique González Martínez eran los jóvenes de entre siglos. Justo Sierra, desde el Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes, desarrolló una gran actividad social y cultural que derivó en la fundación de la Universidad Nacional de México en septiembre de 1910. Este era el ambiente que privaba durante los primeros años del siglo XX mexicano, ambiente literario que se encaminaba a las celebraciones del centenario, es decir, nuestra primera centuria como país independiente. Y todo país anhela un imaginario que lo presente y constituya a través de una expresión que le sea propia, que lo dibuje de cuerpo entero. Una literatura que lo delate.
Alfonso Reyes nació el 17 de mayo de 1889 en Monterrey, Nuevo León. Hijo del general Bernardo Reyes, militar cercano a la presidencia que fungió como gobernador del estado por más de veinte años y también se desempeñó como secretario de Guerra y Marina. Alfonso Reyes cursa su instrucción primaria en Monterrey entre caballos, desfiles, clases de esgrima, libros y horas dedicadas a la cacería. La continúa en Ciudad de México, en el Liceo Francés. Vuelve a Monterrey y sigue sus estudios secundarios en el Colegio Civil, para concluirlos en la capital, en la Escuela Nacional Preparatoria. En varias ocasiones tuvo oportunidad de convivir con Manuel José Othón, el gran poeta del Idilio salvaje y La noche rústica de Walpurgis, textos centrales del paisaje lírico mexicano. Othón gozaba de la simpatía y admiración de Bernardo Reyes, de ahí sus frecuentes viajes a Monterrey. Otra presencia, que orbitaba en el ambiente literario de la familia, era la figura de Rubén Darío, autor que el general también estimaba, y luego apoyaría a instancias de su hijo. La biblioteca, por un lado; la equitación y la vida de campo, por el otro. Muy cerca la lengua inglesa, pero la cultura francesa se respiraba y saboreaba en toda la casa.
En Ciudad de México pasó a formar parte del Ateneo de la Juventud. Convivió y estrechó lazos con escritores e intelectuales de su generación como José Vasconcelos, Pedro Henríquez Ureña y Martín Luis Guzmán, entre otros. Realizó un papel destacado en el ambiente intelectual. Cultivó el verso, el ensayo y el cuento. La literatura y una conciencia social lo llevarían a involucrarse en empresas de educación pública de gran relevancia como lo fue sin duda la Universidad Popular Mexicana.
La Revolución irrumpe en 1910. Porfirio Díaz deja el poder. Rubén Darío, que llega representando al gobierno nicaragüense para los festejos del Centenario, se queda varado en Veracruz para luego vivir un infierno en Cuba. El general Bernardo Reyes, a instancias de su hijo, le paga el regreso a Europa para que se reúna con su familia. Madero llega a la presidencia y el general Bernardo Reyes se levanta en armas. Alfonso Reyes cuenta que durante esos días dormía con una carabina al lado. Tanto Madero como Bernardo Reyes serán asesinados. Toma el poder Victoriano Huerta, que le ofrece al joven Reyes ser su secretario particular. Reyes no acepta y apresura los trámites de su titulación como abogado en la Escuela Nacional de Jurisprudencia de la recién inaugurada Universidad Nacional de México. Sale del país como segundo secretario de la Legación mexicana en Francia. Venustiano Carranza llega a la presidencia y cesa a todos los funcionarios del antiguo régimen, lo cual alcanza a Alfonso Reyes. Estalla la Primera Guerra Mundial, y Reyes no puede regresar a México. España será su destino, ya que su hermano Rodolfo, colaborador directo del gobierno de Huerta, se encuentra en San Sebastián en calidad de exiliado. Reyes deja a su esposa y a su hijo en su casa, y marcha a Madrid, la cual se ha de convertir en un verdadero campo de formación y subsistencia. Será un auto exilio que durará por más de diez años en situación más que precaria.
Alfonso Reyes llega a España en 1914, tiene 25 años. Es un galeote de la pluma. Va del periodismo a la crítica cinematográfica, a la traducción, a los estudios sobre la literatura de los Siglos de Oro, colonial, insurgente. No cesa. Convive con todos, prepara ediciones, inaugura colecciones, prosifica el Poema del Cid. Participa, con Foulché-Delbosc, en la edición del corpus gongorino que aparecerá en Nueva York en 1921. Esta etapa madrileña que corre, realmente, hasta 1927, es pródiga en la obra de Alfonso Reyes: Visión de Anáhuac (1519) y Cartones de Madrid, en 1917; El plano oblicuo, donde incluye su seminal cuento “La cena”, en 1920; Ifigenia cruel y Calendario, en 1924. Y en 1927, se despide rumbo a París, con sus Cuestiones gongorinas. Alfonso Reyes, para 1927, no solo es el embajador de México en Francia, sino que se ha convertido en uno de los pilares más sólidos de la literatura mexicana e hispanoamericana.
En España se relaciona con Menéndez Pidal, con quien trabajará en el Centro de Estudios Históricos de Madrid por cinco años. Ortega y Gasset, con quien establecerá una relación sumamente compleja, lo contactará con periódicos y revistas donde poder colaborar, no se diga en Revista de Occidente. Sus relaciones alcanzan a Azorín y a Juan Ramón Jiménez. Edita el teatro de Juan Ruiz de Alarcón Las memorias, de fray Servando Teresa de Mier, y la poesía de Amado Nervo. Traduce a Chesterton, Stevenson y Mallarmé. En México, casi veinte años después, en la década del cuarenta, realizará lo portentoso, una tarea digna de un culto Heracles traductor, la traducción melódica de los primeros nueve cantos de la Ilíada.
Calendario es un libro donde la prosa, clara y elegante, va creando viñetas que se desdoblan y multiplican. Borges, muy joven, queda maravillado por la audacia y la plasticidad de una prosa que envuelve y acaricia, pero también sugiere y hace ver lo que aparentemente no está. Es una vanguardia —la suya— que poco tiene que ver con el pulso narrativo o con la exaltación nacionalista que impera y domina en buena parte de la literatura que se cultiva en México. Reyes se había preparado, pero el mundo, el gran mundo, que tuvo que navegar y sufrir, acabó por modelarlo. Su apreciación de la tradición hispana le fue perfilando un mundo clásico donde la solvencia francesa y el genio de Goethe le dibujarían una arcadia que habría de enamorarlo.
Pienso en esa “peculiaridad” de la literatura alfonsina, esa atmósfera ajena, con respecto a un determinado sesgo nacionalista que, llegado el caso, le reclamó sus gustos y preferencias, mismos que fueron juzgados opuestos a una determinada y estereotipada literatura nacional. La poesía de Alfonso Reyes dialoga con la de Jorge Luis Borges, de quien fuera su editor. Recordar Cuadernos del Plata, esa aventura editorial de Reyes donde publicó Cuaderno de San Martín, tercer libro de poesía de Borges. El pasado militar, la exaltación de la memoria como coartada ficcional, los amplios registros literarios, la activa intertextualidad, los metros tradicionales conviviendo con las experiencias vanguardistas, el sentido del humor, la ironía como badajo estilístico y un carácter reflexivo de tono confesional que lo hermanaría con la última poesía de Rubén Darío, y dejaría abierta la poética de tono conversacional que luego, pasado el tiempo, reconoceríamos —en Hispanoamérica— como la poesía del medio siglo. También hay un diálogo con Julio Torri, otro “peregrino en su patria”, compañero de generación. Un título que Reyes editó en su colección bonaerense fue Línea, de Gilberto Owen, poeta de la generación de Contemporáneos que, es fecha, está por leer. Y si lanzo la piedra a lo porvenir, a lo que habría de llegar, pensaría en un lazo de parentesco entre “La cena” y Aura, de Carlos Fuentes, teniendo, un poco más lejos, Los papeles de Aspern, de Henry James. También convocaría —en esta resonancia— buena parte de la obra de Sergio Pitol, de José Emilio Pacheco, y la fresca y barroca expresión de Gerardo Deniz. Reyes gusta de transitar su propia y particular geografía donde el sol es un personaje, una cisterna que se gasta y no se acaba, un abrasivo alter ego difícil de definir.
Reyes es el poeta y ensayista que viene del norte. López Velarde, vendrá de tierra adentro, de Jerez, Zacatecas. Los dos pertenecen a la misma generación, los dos proceden de ambientes muy diferentes, los dos tendrán caminos diametralmente opuestos, y sobre ellos, más José Juan Tablada, se erigirá la tradición de la poesía moderna en México.
Para dicha tradición la Antología de la poesía mexicana moderna, que firmara Jorge Cuesta, fue un antes y un después. Apareció en 1928. La nómina acusaba preferencias que irían sopesando las balanzas de un criterio que cobraría solvencia con el paso del tiempo. En su momento levantó ámpulas. La opinión se dividía, los bandos —vistos a la distancia—cobraban peso entre los estridentistas y los Contemporáneos. Sin duda, fue una antología planeada por un grupo, por una colectividad de escritores, que imponía un canon dentro del concierto nacional. Pero la idea, la preocupación, el anhelo, de hacer una selección rigurosa que diera cuenta de la poesía mexicana, al decir del propio Xavier Villaurrutia, fue de Reyes, de nuestro Alfonso Reyes.
A principios de la década de los veinte, en plena pacificación del país, el presidente Álvaro Obregón, de manera indirecta, traza dos líneas imaginarias, dos paralelas, que correrán por la poesía mexicana: no habrán de tocarse, pero sí condicionarán una historia, una zona de recepción. En 1921 preside las honras fúnebres de Ramón López Velarde, incluso, ante su tumba, recitará algunos versos del autor de la “Suave patria”, y el sepelio será sufragado con el erario público. En 1924, a escasos meses de terminar su mandato, instruye a Alfonso Reyes, en calidad de ministro plenipotenciario y en misión secreta, para que se entreviste con el rey de España y le ofrezca la mediación de México en el conflicto marroquí. Era obvio que la encomienda estaba fuera de lugar. El país salía de un proceso revolucionario que había lastimado intereses comerciales de potencias europeas. Además, sostenía un litigio con España a causa de tierras mexicanas expropiadas a terratenientes españoles. Sin embargo, Alfonso Reyes cumplió. Su personalidad y carácter, su afabilidad y mesura, serían rasgos que irían delineando una imagen, una figura social. Además, esta era toda una prueba de fidelidad que el gobierno emanado de la gesta revolucionaria le exigía al hijo del general Bernardo Reyes, al colaborador de Porfirio Díaz y militar sublevado ante el gobierno legítimo de Francisco I. Madero. Pero también al hermano menor del secretario de Justicia de Victoriano Huerta. Y esta historia, de principios de los veinte y en pleno debate nacionalista, establecería una condición que, aún a mediados de siglo, pesó en el gobierno de México al no apoyar la candidatura de Reyes para el premio Nobel que propusiera Gabriela Mistral. Hay cicatrices que tardan en desaparecer y otras que nunca lo hacen.
Me detengo en los años de Alfonso Reyes como embajador de México en Francia a manera de pretexto y telón de fondo: en realidad, un sfumato. En 1913 Enrique Díez-Canedo, gran amigo en lo futuro de Alfonso Reyes, y Fernando Fortún, editan La poesía francesa moderna. Esa antología que continúa, para la poesía en lengua española, el trazo que iniciara Verlaine con sus Poetas malditos y continuara Darío, con sus Raros. Una estética que calaría muy hondo en la expresión poética de finales del siglo XIX y principios del XX. Conocemos la traducción de Reyes de Mallarmé, sabemos de sus entrevistas con Paul Valéry y de su amistad con Valéry Larbaud y Jules Supervielle, este último traductor de un poema de Reyes. Es obvio, que la estética simbolista fue un puente, no solo para Alfonso Reyes, entre el modernismo y las vanguardias. Una lente desde donde contemplar y avalar una tradición. Pienso en Jorge Guillén, y no solo como traductor de El cementerio marino.
Su estancia sudamericana como embajador de México en Argentina y Brasil se prolongó hasta 1939. Se expuso, como era su costumbre, a los aires y sabores locales. El mundo bonaerense lo envolvió y lo llevó a escribir textos como la Oración del 9 de febrero, una vívida remembranza cargada de lirismo sobre la figura del padre, una especie de aparición shakesperiana en Elsinore. En Brasil, en la Rua das Laranjeiras, el dique creativo abrió sus puertas y la emoción encontró la justa expresión, o la expresión logró la emoción que imprime y exorciza en sus lectores. Poemas de gran contundencia logran presentar un mundo que sucede en el poema cada vez que éste es pronunciado. El tono, la reflexión, el lenguaje directo y sugestivo, el universo que se hace presente en los textos, esa capacidad de ficción lírica que pasa por el filtro de una memoria herida por la nostalgia, hacen de la poesía de Alfonso Reyes una voz sumamente particular en el concierto lírico mexicano. Poemas que maduraron, tanto en lo íntimo como en lo social, cantan una historia de gran temperatura que no tendrá ocasión de conocer el declive del atardecer. Son un mundo interrumpido, una cita a la que alguien no acudió. Pero esta poética dialoga con poéticas sumamente propositivas como la de Manuel Bandeira, ese gran poeta brasileño que fuera su amigo, y con el cual compartió una proximidad en cuanto al tono e imaginería de su expresión lírica. Y qué decir de la devoción que ambos profesaban por la obra de Sor Juana. Bandeira fue su traductor. Otra vez, ese cerrado tejido entre tradición y vanguardia.
Alfonso Reyes regresa a México y se establece definitivamente en la Capilla Alfonsina, su casa biblioteca, que será epicentro de la tertulia y la convivencia de las distintas generaciones de intelectuales y artistas que ahí se den cita. El joven Reyes, templado por un Reyes maduro, dueño absoluto de una destreza y un universo literario, se funde con un Alfonso Reyes que viene de vuelta, que tiende la vista sobre los valles, praderas, islas y playas, de un mundo helénico que nunca lo habría de abandonar. Lo encontramos como un viejo Odiseo, curioso y curtido, que quiere volver a pisar las arenas de Ítaca. Emprende, entonces, su rítmica y paciente traducción del “Aquiles agraviado”, los nueve primeros cantos de la Ilíada. A la par, porque la vida se lo exige, va escribiendo unos sonetos, pero también se detendrá ante el recuerdo, ante esa tela en blanco que le reclama la forma y el color de lo vivido. El último Reyes es un poeta que canta el regreso como era costumbre entre los rapsodas griegos. Alfonso Reyes cierra una gran circunferencia donde el amor parece ser la brisa, el murmullo entre las hojas, que acompaña nuestro paso por el mundo. La obra poética de Alfonso Reyes es una infatigable aventura que parece comenzar, un friso enorme que se adivina a la distancia, un bajel que sale del puerto con la luz primera del amanecer.
Reyes morirá en diciembre de 1959 víctima de un largo padecimiento cardiaco que lo irá minando desde 1944 cuando sufre su primer infarto. El segundo y el tercero ocurrieron en 1947. Pero el año en que Alfonso Reyes creyó morir fue 1951. Incluso, en una carta dirigida a su amiga Émile Noulet, llegó a escribir: “Yo me morí en 1951”. En 1952 aparece su Obra poética, una antología personal que da cuenta del oficio mayor. Reyes, después de estos infartos, desaceleró, y un temor —pesado y suave—, se instaló en las horas del día. Se afanó en la tarea de preparar su legado. Su extensa y plural obra estaba ahí, pero la poesía, la inclinación primera de aquel joven adolescente que llegó a la capital del país en 1907 coronaba sus afanes más íntimos. La fatiga y el temor, en esa febril actividad de preparar su legado literario, lo hicieron volver a su poesía. En 1959, a unos meses de su muerte, aparece el tomo X de sus Obras completas, su Constancia poética. Ahí, Alfonso Reyes hace las paces con sus demonios y levanta castigos y otorga perdones. Recoge una obra que da testimonio de una vida sentida y padecida, vivida e imaginada, desde el ángulo más pronunciado, esa dimensión que da nombre a aquello que no lo posee, y crea aquello que, hasta su enunciación, no existía. La poesía, “esa cosa liviana, alada y sagrada” que siempre estuvo con él.
Alfonso Reyes escribió un libro de sonetos que fue creciendo a la sombra de su traducción del “Aquiles agraviado”: Homero en Cuernavaca. Reyes, por razones de salud, tuvo que abandonar la Ciudad de México debido a la altura y se refugió por largas temporadas en Cuernavaca, destino que no ha sido ajeno a muchos otros escritores en la actualidad. Yo me encontraba en Contepec, lejos de Monterrey, gozando de las noches frías y las tardes y mañanas templadas, cuando recibí la invitación de Emilio Coco, desde San Marco in Lamis, de colaborar en su aventura de traducir la poesía de Alfonso Reyes. Caí en un estado de alegría que me fue dominando al paso de las horas y los días. Emilio quería una selección de la obra poética de Reyes. La espuma rebasó el vaso y me puse a trabajar bajo la nerviosa y quebradiza sombra de los zapotes del jardín. Las mañanas frescas, los mediodías cálidos, las tardes templadas, y las noches y madrugadas frías, me hicieron anhelar un sol que me sabía de memoria, que conocía muy bien y contaba que iría a aparecer en cuanto pisara tierras regiomontanas. Mi agradecimiento a Emilio por su capacidad de asombro, por su arrojo incansable, que me hizo leer a Reyes desde una geografía sentimental que nunca se me había dado.
Emilio Coco es un poeta de peso que penetra las aguas de la emoción y del conocimiento. Su amplia y perfilada obra lírica le otorga una sensibilidad que se mezcla con un profundo y diario contacto con la lengua española que rezuma de su quehacer como traductor. Su vigilante curiosidad le ha conferido una amplísima conciencia de la expresión poética tanto hispanoamericana como española. Contar con una traducción suya de la obra lírica de Alfonso Reyes es confiar en la justeza, en esas “afinidades electivas” de las que hablaba Goethe, y que más que un principio, se nos han vuelto una forma de vida, una lectura atenta de la realidad que suele depararnos instantes cifrados por la epifanía: puntos de revelación.
AQ / MCB