Escuché por primera vez el nombre de Gonzalo Celorio en boca del poeta Eduardo Casar. Ante el medio centenar de novicios estudiantes de Letras que abarrotábamos su clase de Teoría literaria —materia que imparte desde hace años en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM—, Casar habló de su devoción por Julio Cortázar. Con su habitual carisma, confesó que esa admiración era un legado directo de Gonzalo Celorio, a quien jamás mencionaba sin anteponer —con reverencial cercanía—, el apelativo “mi maestro”.
Años después, el propio Celorio escribiría sobre Casar con un afecto que desvela el reverso de esa relación. Lo llama “tahúr verbal, alcahuete de sustantivos y adjetivos, violador de palabras inocentes, torpedero de lugares comunes, desfacedor de frases hechas”. Ese retrato, más que la descripción de un amigo, se antoja un autorretrato. La mirada del maestro se multiplica en sus discípulos, como si cada uno prolongara su vocación en otro cuerpo. Ese montón de espejos rotos (Tusquets), el más reciente libro del Premio Cervantes 2025, se construye precisamente desde esa refracción. El yo que escribe se desdobla en los otros que ha sido y en los otros que lo han mirado.
Escritor prolífico y figura cardinal de la vida académica y cultural mexicana, Celorio entrega en este libro no un recuento biográfico, sino la cartografía de una existencia entregada a la vocación de la lengua y a la palabra. Es decir, una poética de la memoria. El epígrafe de Jorge Luis Borges funciona como su declaración de principios: “Somos nuestra memoria, somos ese quimérico museo de formas inconstantes, ese montón de espejos rotos”. Así, el autor asume que recordar es reconstruir lo que el tiempo ha dispersado. Un ejercicio simultáneo de recomposición y pérdida.
Escrito tras una etapa de profunda introspección y vulnerabilidad, motivada por la vejez y los desafíos de la salud, el libro es una “colección de recuerdos dispersos”. Al alcanzar los 75 años, Celorio se permitió finalmente hablar de sí mismo, tras haberse ocultado en sus novelas bajo “el minarete del anonimato” que le confirió ser el undécimo de sus hermanos. Sin embargo, la promesa de la intimidad se cumple bajo estrictas condiciones y omisiones.
Celorio se desmarca explícitamente de la autobiografía lineal. Prefiere la hibridez y la libertad del zigzag. Se permite saltar de un tiempo a otro y transitar con fluidez entre la crónica, el ensayo, la estampa y el relato. Este aparente desorden formal, lejos de ser un inconveniente, refleja la esencia de la memoria: una constelación de destellos y fragmentos que solo se organizan de manera artificial en un “cierto orden temático y cronológico” para hacer la lectura más accesible. De este modo, asistimos al recuento de sus grandes pasiones: la literatura, el magisterio, la música popular, el barroco, el amor y las instituciones culturales que lo cobijaron.
El arte de la omisión
En una tradición literaria hispanoamericana que, como él mismo recuerda, ha sido históricamente pudorosa en su prosa autobiográfica, Gonzalo Celorio confiesa haber desechado deliberadamente “numerosos episodios personales —viajes, aventuras, desmanes— y muchas relaciones de amor, de amistad, de parentesco”. La causa es triple: “No porque carezcan de significación en mi memoria, qué va, sino por economía, por vergüenza o por cansancio”.
Esa cautela alcanza su máxima expresión en el acto de omitir a sus hijos. Es un gesto que marca con nitidez hasta dónde puede desmembrarse la experiencia humana en nombre de la literatura. “Un caso de omisión deliberada en estas páginas es el de mis hijos, a los que aludo solo de manera tangencial para referirme a su prodigiosa aparición en este mundo. No hay nada, ni siquiera mi vocación literaria y sus constantes avatares, que me refleje con mayor nitidez y claridad que ellos. Sin embargo, tan fidedignos espejos no tienen mayor cabida en este libro: ¿por qué? Porque de ninguna manera están rotos, como los que aquí rememoro, ni son susceptibles de ninguna fragmentación. Nada en mi vida ha tenido mayor persistencia que mi feliz paternidad”.
Escribir sobre lo vivido implica, en el pensamiento de Celorio, saber cuándo callar. Además, se distancia de la autoficción, un término que le parece “redundante”. Si bien respeta que otros autores “osan salir desnudos —o desnudas— a la calle para decir lo que, sin esa diminuta cobertura, no tendrían el valor de expresar”, prefiere un arte del recuerdo que se autolimita: “cuando me he enfrentado al reto extremo de confesar lo verdaderamente inconfesable, he optado por la omisión antes que por la falacia”.
La discreción es una forma de la lucidez. Así, lo que se calla sostiene tanto o más que lo que se cuenta.
Entre dos vidas
El libro se nutre de la fricción entre la vida privada y la pública, que el autor percibe a veces como contradictorias. Su trayectoria profesional se asienta sobre un trípode indisoluble: la creación literaria, la docencia y la difusión cultural. La vida académica es, dice, el gran motor de su pensamiento. El joven Celorio, que aprendió a leer y a escribir en el kínder gracias a la pedagoga Helena Espinoza Berea, es también el discípulo fervoroso de sus maestros: la ironía de la maestra María del Carmen Millán, las disquisiciones de Luis Rius sobre la lírica castellana o la visión de Sergio Fernández, que funde academia y literatura en una misma pasión.
Cuenta Celorio que el encuentro con el Boom latinoamericano en 1967 fue un deslumbramiento inolvidable —“un parteaguas en mi vida”, escribe—. La lectura de Cien años de soledad lo cautiva, lo fascina Rayuela y en el estudio del barroco como “arte de contraconquista” a través de Alejo Carpentier encuentra los cimientos de su sensibilidad literaria.
El anclaje en el mundo de la difusión cultural lo lleva desde su “efímero paso por Bellas Artes” hasta la dirección de la Facultad de Filosofía y Letras y, finalmente, del Fondo de Cultura Económica. Estos capítulos institucionales, más que líneas para su currículum vitae, fueron pruebas de fuego con las que reafirmó su pacto con la palabra.
La esfera privada, en cambio, es un territorio de evocaciones sensuales y domésticas. La casa de Tiziano 26 en Mixcoac, descrita como una “biblioteca invadida por los libros”, simboliza el modo en que la literatura consume el espacio vital. La pasión por la música popular, un placer que cultiva con rigor hermenéutico, lo llevó a frecuentar el Bar León y a montar su espectáculo Nostalgia prematura. Esta faceta, la del diletante erudito, se enreda con los amores intempestivos: el noviazgo universitario con Yolanda, el nudo visceral con Valeria, la bailarina de danza contemporánea, y esa otra relación con la bailaora de flamenco Lorena Vargas, alias “La Boston”: fulgor instantáneo, amor a primera vista que rehúsa la perdurabilidad.
Si la obra está poblada de estas pasiones exuberantes, su matiz final está marcado por la melancolía del paso del tiempo y la confrontación con la finitud. Celorio reflexiona sobre la vejez como el “invierno de la vida” y la reducción implacable del futuro: “Ya no aprenderé alemán, ya no escribiré una novela histórica... y muy posiblemente ya no viajaré a las islas griegas”.
De algún modo, la escritura de este libro estuvo determinada por su confinamiento en Malinalco durante la pandemia y, sobre todo, por el cáncer que afecta su voz. La enfermedad devora sus palabras y lo arrastra hacia el mutismo. Él, sin embargo, ironiza: “¡Qué cosa! El director de la Academia Mexicana de la LENGUA, ¡mudo!”. Al igual que Borges, que recibió “a la vez los libros y la noche”, Celorio encontró en esta afonía la urgencia de escribir.
De ahí el último sentido de Ese montón de espejos rotos: un libro que busca decir, por escrito, aquello que la voz, quebrada y precaria, debe callar. La escritura es, entonces, el reducto final ante la devastación. La única guarida donde el autor puede aún dar testimonio de las pasiones que, en el mundo real, se le han vuelto imposibles.
Con esta colección de fragmentos y recuerdos, Celorio nos recuerda que, aun cuando la casa (o el cuerpo) sea demolida, la vocación de la palabra es lo suficientemente poderosa para dignificar y ennoblecer las miserias. Esto es lo que hay, afirma, no exento de resignación. Lo que sobrevive, lo que es digno de inventariarse, es una vida vivida al límite de sus posibilidades, consagrada a la literatura, en la literatura, a través de la literatura.
AQ / MCB