Hace unas semanas me tropecé y al tratar de detenerme en el piso me fisuré una muñeca, la misma que se ha roto dos veces y no aprende, o la que no aprende soy yo. Eso no tendría nada de particular, aunque pienso que si usara bastón quizá correría menos ese riesgo. Lo que pasa es que los bastones se han afeado mucho en nuestra época: algunos tienen hasta cuatro patas y todos son de aluminio, lo que les quita la dignidad de antaño. Antes, incluso, se usaban como sinónimo de elegancia, como hacía paródicamente Charlie Chaplin. Ahí el bastón era un adorno bastante inútil, pues Chaplin era un acróbata, pero en ello radica la clave de su encanto. Luego había películas en las que los bastones, si se desenroscaban en algún punto, ocultaban desde una copa de whisky hasta un cuchillo. Entonces el bastón, en caso de ataque, se podía utilizar como arma de defensa personal. Me imagino que así daría gusto usar bastón, más aún si era de alguna madera preciosa, con la empuñadura de plata, labrada con forma de cabeza de perro o de águila.
Y tenemos la famosa pregunta de la Esfinge a Edipo: ¿qué animal camina a cuatro patas en la mañana, sobre dos al mediodía y con tres al atardecer? La tercera pata, la que se refería a la vejez, era el bastón, claro, un bastón o una vara de madera, como cuando andamos en el campo y nos ayudamos de una para subir y bajar por los cerros. Es como el báculo del sabio, objeto muy prestigioso y de cierta belleza. Son bonitos los bastones que llevan un asiento, como para picnic campestre, y de ahí podemos pensar que el bastón fue un elemento festivo, de ahí los caramelos rayados con su forma o las bastoneras de los equipos de futbol americano. A fin de cuentas, hasta por lo menos los comienzos del siglo XX, llegar a la vejez era una fiesta, un triunfo, y el bastón era testimonio de una batalla ganada.
Pero ya no. Ahora no es tan difícil llegar a la vejez y la ortopedia de nuestra época es toda metálica, como si con sus adminículos nos quisieran convertir en robots. Las famosas andaderas, la verdad, son horrendas, y entiendo que quien las deba usar no sólo se sienta mal por no poder andar, sino por llevar a todas partes aquel objeto que da la impresión de estarse tropezando con una silla todo el tiempo. Podrían ser como las de los niños, que tienen mesilla y ruedas; por lo menos uno se podría deslizar por las habitaciones y divertirse un poco.
A raíz de la fisura, el médico me recetó una férula rígida que me hacía sentir como con el guante de Lex Luthor. Otro médico me ordenó usar tenis todo el tiempo, en toda ocasión, para no caer. Así la Caída ya no lleva a la humanidad al castigo eterno, sino a la tienda de ortopedia.
AQ