Cultura

Connerly Nahm y Quincy: la pérdida recuperada

Literatura

La editorial independiente Two Dollar Radio, con sede en Columbus, Ohio, cuenta con un atinado catálogo que tiene entre sus tesoros las dos primeras novelas de estos autores, motivo de este ensayo.

Quizá el hallazgo literario más importante que he hecho desde la pandemia del covid-19 es Two Dollar Radio, editorial independiente con sede en Columbus, Ohio, que fue fundada en 2005 por el matrimonio conformado por los talentosos Eliza Jane Wood-Obenauf y Eric Obenauf. Su catálogo, siempre asombroso y atinado en la elección de títulos tanto de ficción como de no ficción, cuenta entre sus múltiples tesoros con estas dos primeras novelas que se encuentran entre lo mejor que he leído del género en lo que va del siglo veintiuno.

David Connerley Nahm: el duelo de los fantasmas

Debut animado por una admirable potencia lírica, Ancient Oceans of Central Kentucky (2014) del estadunidense David Connerley Nahm se mueve a caballo entre el thriller metafísico y la exploración del duelo familiar para consolidar una de las historias de fantasmas más originales de la literatura actual. Dueño de una prosa absorbente y ondulante como el flujo del mar, pródiga en ritornellos que conceden al texto una suerte de musicalidad onírica, el autor indaga en los mecanismos complejos de la evocación y la memoria para crear una muestra ejemplar de narración no lineal que fascina e inquieta. No es gratuito que Ancient Oceans of Central Kentucky sea comparada con Winesburg, Ohio (1919), el libro seminal de Sherwood Anderson: las voces de Crow Station, la pequeña comunidad imaginada por Connerley Nahm, conforman un coro trágico sobre la existencia pueblerina que remite al mural andersoniano. Articulada por esa noción coral en la que se individualiza el réquiem que los Shepherd, el clan protagónico, se ven obligados a componer por el hijo desaparecido en circunstancias misteriosas, Ancient Oceans of Central Kentucky fusiona lo idílico y lo espectral con maestría incuestionable, convocando el murmullo de un linaje espectral que se resiste a disolverse en la transparencia de lo cotidiano. No se trata aquí del fantasma decimonónico que se complace en aparecer entre cortinas agitadas por un viento de ultratumba sino de un espíritu más sutil, más íntimo, que se incrusta en la memoria y en las grietas del tiempo. La novela opera así pues como reelaboración y renovación del relato de fantasmas clásico: sustituye la mansión gótica por los espacios anodinos de una pequeña ciudad del sureste de Estados Unidos, y al espectro de semblante lívido por la persistencia de un trauma colectivo, de un dolor nunca resuelto. Con su estilo minucioso, el autor transforma el paisaje en archivo de apariciones: cada rincón es susceptible de revelar lo ausente, cada silencio se vuelve prueba de lo irrecuperable, de tal modo que leer esta novela equivale a ingresar en un territorio donde el pasado nunca termina de marcharse. La manera en que David Connerley Nahm transmite la pérdida de la inocencia y las heridas imposibles de cicatrizar a través de viñetas que alternan lo bucólico y lo siniestro lo coloca en un sitio aparte. Su sensibilidad literaria apela a la inteligencia del lector exigente, ese que anda en busca de libros que representen retos inéditos de espaldas al barullo ensordecedor del mercado editorial.

Issa Quincy: la geografía de la ausencia

En Absence (2025), primera novela del británico Issa Quincy, la pérdida se despliega no como un accidente ni como una desgracia inevitable sino como el motor secreto que impulsa la maquinaria de la existencia humana hacia territorios imprevistos. El texto se ofrece como un experimento narrativo que, en lugar de tematizar la pérdida de forma lacrimosa como ocurre en tantos libros, la concibe como un sistema de resonancias: un eco que se multiplica en cada rincón de la conciencia, una vibración que solo puede comprenderse al escucharla en distintas frecuencias. El efecto es doble: por un lado, se rehúye la tentación de trocar la ausencia en melodrama; por el otro, se le otorga una gravitación ética y estética que conecta con una tradición literaria capaz de hacer de lo invisible el verdadero protagonista de la trama.

Leída desde esta perspectiva, la novela de Quincy evoca las muñecas rusas que guardan en su interior otra figura idéntica pero siempre más pequeña, como si la historia misma estuviera condenada a repetirse bajo otras máscaras y en otras escalas. No se trata de un recurso ornamental: la estructura de matrioshka es aquí el correlato formal de una obsesión. Cada relato dentro del relato funciona como eslabón en una cadena de reverberaciones donde la pérdida adquiere nuevas modulaciones. El suicidio de un maestro entrañable y su vínculo amoroso con un alumno que también acaba por quitarse la vida se vierte, unas páginas más adelante, en la relación de un hombre enclaustrado con una tía enajenada con la que dialoga a través de una correspondencia articulada por la nostalgia y la enfermedad mental; esa segunda voz abre la puerta a un diario de viaje que relata la fuga de un padrino enigmático con quien nunca se estableció un claro nexo emocional; y así sucesivamente, hasta que el lector se enfrenta a la sospecha de que no hay historia definitiva, solo capas superpuestas de ausencia.

Lo más inquietante es que en Absence las pérdidas no se limitan a los seres queridos o a los enlaces afectivos. Quincy amplía la noción hacia terrenos más tenues: la pérdida de la cordura, de una reputación académica y vital, del lugar en determinado linaje, de la certeza de haber habitado un sitio concreto. Sus personajes se mueven como espectros que oscilan entre la persistencia y la disolución, entre el deseo de fijar un recuerdo y la conciencia de que toda tentativa está condenada a fragmentarse. En esa deriva los distintos seres ausentes de Quincy se desplazan entre Boston y Londres, entre Chipre y Oxford, entre Tailandia y Túnez: escenarios que configuran un atlas en perpetuo movimiento. En este sentido la novela propone una cartografía de huecos: más que inventariar lo que queda, traza las líneas invisibles de lo que ya no está. El resultado es una obra que se alimenta de la paradoja: cuanto más se indaga en lo perdido, más se revela la imposibilidad de recuperarlo.

La sombra tutelar de W. G. Sebald (1944-2001) recorre cada página aunque no como una influencia pesada sino como una compañía discreta. Quincy parece haber entendido la lección central del imprescindible autor alemán: la historia individual y la historia colectiva no pueden separarse porque ambas están tramadas por los mismos hilos de pérdida y desarraigo. En Absence se percibe la voluntad de construir un atlas de ruinas íntimas que dialoga con las ruinas históricas, con las migraciones forzadas, con la violencia que obliga a los cuerpos a reinventarse en geografías hostiles. Con su mezcla de archivo, crónica y ensoñación, la memoria sebaldiana sirve de brújula para una novela que se despliega en historias dentro de historias como si el narrador fuera una moderna Sherezade que quiere postergar hasta donde sea posible la caída de la cimitarra del olvido.

En Absence todo ocurre en el espacio verbal, como si Quincy quisiera probar que la ausencia solo puede representarse de manera oblicua desde la escritura misma. Lo ausente se vuelve legible únicamente a través de sus huellas, de los rastros que permanecen como fósiles de una vida interrumpida. No hay dramatización de la pérdida sino su inscripción en el lenguaje de lo indirecto, lo que se resiste a ser nombrado de frente.

El gran logro de Absence reside en que el lector nunca siente que se le entrega un texto acabado. Por el contrario, se enfrenta a un proceso abierto donde cada historia convoca otra y cada ausencia revela otra carencia. La lectura se convierte en un ejercicio de arqueología: se excava capa tras capa, no para localizar un objeto final sino para experimentar el movimiento mismo de excavar. Este gesto remite a la idea de que la existencia humana no se sostiene en la posesión de seguridades sino en el incesante trabajo de recomponer fragmentos dispersos. La vida, sugiere Quincy, no es la suma de presencias sino la poblada constelación de lo que hemos perdido.

Pero la novela evita caer en la trampa de glorificar la pérdida como si fuera un don. Quincy no estetiza el vacío: lo presenta en su aspereza, en su poder de desarticular, en su condición de llaga que nunca cicatriza del todo. Lo benéfico, si acaso, proviene de la posibilidad de narrar, de encontrar en el lenguaje una suerte de refugio donde las pérdidas pueden ser pensadas aunque no restituidas. De ahí que Absence se lea también como una meditación sobre el acto de escribir: cada narrador dentro del narrador escribe para salvarse del naufragio aunque sea consciente de que esa salvación es siempre parcial. Más que remedio, la escritura es un vehículo para registrar la fractura.

La novela de Quincy se instala en una zona liminal entre la ficción y el ensayo, entre el relato y la reflexión. El lector avanza entre episodios que parecen ficciones autónomas y súbitamente se topa con digresiones filosóficas sobre la imposibilidad de mantener el equilibrio psíquico, sobre la tensión entre evocación y extravío, sobre la fragilidad de la experiencia frente al paso del tiempo. La estructura de matrioshka no es solo formal sino también conceptual: cada historia incluye la reflexión sobre su propia posibilidad de existir. Lo ausente se vuelve doblemente perturbador porque no solo faltan los seres o los lugares sino también las palabras capaces de nombrarlos.

A diferencia de otros relatos contemporáneos que buscan la espectacularidad del trauma, Absence opta por la discreción de la vela cuya flama titila en medio del vendaval existencial. Quincy cincela una prosa de gran altura lírica pero a la vez sobria, contenida, que rehúye el exceso y confía en la sugerencia. Su estilo se apoya en pausas, en frases sinuosas que se vuelven sobre sí mismas, en párrafos marcados en letra cursiva que captan la voz memoriosa de los otros. Es en esas pausas donde el lector percibe la vibración de la ausencia, como si el texto mismo reconociera que no puede decirlo todo. Esta estrategia dialoga con Sebald, sí, pero también con una tradición más amplia de escritores que han comprendido que lo verdaderamente significativo solo se alcanza mediante la sugerencia y no la explicitación. Pienso en la también alemana Esther Kinsky (1956) y su fabuloso proyecto literario centrado en la restauración de enclaves físicos y psíquicos donde anidan el desamparo y el duelo y compuesto hasta ahora por cuatro títulos anfibios: El río (2014), Arboleda (2018), Rombo (2022) y Seeing Further (2023), los tres primeros publicados en español por la editorial Periférica.

El narrador sin nombre de Quincy está marcado desde la infancia por la voz de su madre al leerle “La balada de la cárcel de Reading” de Oscar Wilde. Esa voz funda en él una sensibilidad orientada hacia lo abandonado, lo irrecuperable, lo quebradizo. Y en un último gesto de devastadora potencia simbólica, el narrador contempla cómo un ejemplar amarillo que contiene ese poema se desintegra poco a poco entre sus manos, como si la propia materia del libro confirmara la imposibilidad de recobrar el tiempo perdido. En este punto la literatura ya no aparece como salvación sino como registro efímero, condenado a esfumarse junto con lo que intenta preservar.

La pérdida, entonces, se representa como principio y no como conclusión. Cada ausencia abre la posibilidad de otra historia, de otro ángulo, de otra voz. En lugar de clausurar, la pérdida en Absence inaugura. Es motor secreto porque empuja a los personajes a buscar, a contar, a indagar en recuerdos que no les pertenecen pero que de algún modo los constituyen. Y es motor secreto también para el lector, que se ve arrastrado a reconstruir conjeturas, a imaginar los eslabones faltantes de una cadena siempre incompleta. La novela se convierte así en un espejo de la vida misma: habitamos no lo que tenemos sino lo que hemos perdido y tratamos de volver a imaginar.

Lo que queda al final de Absence no es una revelación ni una verdad decisiva sino la certidumbre de que la literatura puede funcionar como una máquina de resonancias. Issa Quincy consigue que la pérdida deje de ser un tema para devenir una forma de leer, una forma de vivir. La novela no promete redención ni cierre; su apuesta es más radical: asumir que la existencia humana adquiere espesor solo cuando se reconoce la centralidad de lo ausente. Como en W. G. Sebald, como en Esther Kinsky, la literatura aparece como el único territorio capaz de hospedar lo que ya no está. Absence da la bienvenida a una voz que entiende que narrar no es subsanar la memoria sino mantener abierta la herida.

AQ / MCB

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Mauricio Montiel Figueiras
  • Mauricio Montiel Figueiras
  • (1968) Es narrador, ensayista, editor, traductor y gestor cultural. Entre sus libros más recientes se encuentran Un perro rabioso. Noticias desde la depresión (2021) y Las sirenas vuelven a cantar (2022).
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Laberinto es una marca de Milenio. Todos los derechos reservados.  Más notas en: https://www.milenio.com/cultura/laberinto
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