“La oda a la vida retirada”, de fray Luis de León, es un poema que se distingue por sus encabalgamientos, por la celeridad rítmica, por su vívida imaginería, por esos rincones donde la sexualidad —en esa soledad a raja tabla— resuma en el arroyuelo que baja de la pendiente y va coloreando el paisaje en su descenso. Menear sabiamente el plectro a la sombra de un árbol y no envidiar de los poderosos el Estado. Manuel Altolaguirre declaró su admiración por el poeta; también trabajó un homenaje fílmico en su honor, una versión cinematográfica, que le hizo volver a España en 1959, a San Sebastián, donde presentó El cantar de los cantares, una película que escribió y dirigió. No volvió a México. De camino a Madrid sufrió un accidente automovilístico que le costó la vida. Su pareja María Luisa Gómez murió en el acto, él fallecería tres días después, el 26 de julio. El accidente fue en la provincia de Burgos. El Arlanzón, el río que Mío Cid cruza al iniciar su destierro, corre muy cerca y no se cansa de reflejar el cielo.
En 2023 fui a Andalucía. Llegué primero a Madrid donde un carro me esperaba a las puertas del aeropuerto. Era mi oportunidad de contemplar el paisaje, de llenarme de imágenes de mi travesía que me conduciría hasta Jaén. Quizá logré mantenerme despierto la primera hora. Una recta, que atravesaba rotondas que multiplicaban el camino, acabó por sumergirme en un pesado y prolongado sueño que se disipó justo al llegar a Jaén. Úbeda me esperaba con su siglo XVI bendecido por las reliquias del Santo; otro poeta admirado por Manuel Altolaguirre. Me fui a Sevilla. Iba solo. Ni Alfonso ni Federico; menos Manuel de Falla —que sabía lo que la noche les podía ofrecer— me acompañaron. Vi la procesión, pero tampoco di con la saeta. Mi gira andaluza acabó en Málaga, en el Centro Cultural Generación del 27 donde visité el taller de la imprenta Sur donde Manuel Altolaguirre y Emilio Prados dieron vida a Litoral, la revista en la cual se estrenaron varios poetas de la Generación del 27. Tomé, al día siguiente, el tren, y llegué a Madrid. Esa mañana alcancé a desayunar en Málaga antes de tomar el taxi a la estación María Zambrano.
Al recordar esas rotondas que van multiplicando el camino, pienso en Sebastián de Córdoba, que reescribió a Garcilaso, y que es muy probable que San Juan haya leído. Fray Luis de León tradujo El cantar de los cantares. San Juan lo leyó bajo la sombra de Garcilaso. Al parecer nunca estuvo bajo su fronda, pero sí fue seducido por su música. Estas tres potencias abrevan de un único manantial. Y este arroyo, que baja de la montaña, anegó la expresión de Manuel Altolaguirre. Por un lado, la conciencia de lo sensual; por el otro, la fe como una prueba irrefutable de la presencia divina. Pero también la sexualidad del epitalamio, la unión de los pastores, y el arrebato que no sabe de otra realidad que no sea la de la comunión. La comunión se anhela, es una promesa que deberá cumplirse; pero mientras tanto, hay un horizonte de espejos que se prolonga. La luz da paso a la oscuridad y los cuerpos parecen, en esa penumbra, no reconocerse. Soliloquio de almas, país de sombras. Los poemas de Manuel Altolaguirre quedan ahí, en la página, como ecos que apenas y se alcanzan a percibir. Pero estos ecos, resonancias de la voz, me enfrentan a una voluntad. Machado, tiene ese verso que dice: “quien habla solo espera hablar a Dios un día”.
Al leer la poesía de Altolaguirre me da por pensar en una voz que se levanta en pleno descampado. Una voz que recorta el silencio, traspasa una oscuridad a punto de quebrarse, una madrugada donde los muertos —sus muertos—, aquellos que pueden ser nombrados, ya que los “que vivimos no tenemos nombre”, parecieran estar presentes en la voz del poema. De ahí el eco anhelando el encuentro con un ser mayor, una potencia, que se quiere recobrar.
Altolaguirre fue un poeta editor que desplegó sus dones también en el teatro y en el cine. Dirigió, durante la Guerra Civil Española, la mítica Barraca, esa compañía de actores y actrices que recorrían los pueblos montando obras del Siglo de Oro. Ellos, vestían un mono azul; y ellas, vestidos, también azules, pero con cuello blanco. Desde el otro bando, podrían y fueron juzgados como un grupo de adoctrinamiento político pagado por la Segunda República. Me imagino Fuenteovejuna, de Lope; El burlador de Sevilla, de Tirso; o La vida es sueño, de Calderón de la Barca, azuzando las buenas conciencias y dislocando la fe del pueblo. Pero la guerra nunca es clara, no siempre sabemos, a ciencia cierta, dónde estamos. La tierra se mueve y el odio y el miedo acaban por cubrirlo todo. Su hermano Luis, pese a las cercanías políticas, será fusilado por un grupo de milicianos anarquistas. Federico, su otro hermano, militar y cercano a Franco, también será fusilado a los pocos meses. Un horizonte de terror lo irá cercando hasta expulsarlo de su patria y debilitar su quebradizo y vulnerado continente emocional.
Manuel Altolaguirre publicó a su generación, y también se publicó a sí mismo, como hiciera en el siglo XIX William Blake, con los consabidos siglos y mares de por medio. Hizo mancuerna con Emilio Prados y fue pintado, en varias ocasiones, por José Moreno Villa. Aquí, pienso en James Lughlin, poeta y editor, amigo de Pound, Stein y William Carlos Williams; como Altolaguirre lo fuera de Salinas, Alberti y García Lorca. James Laughlin fundó New Directions, y Altolaguirre, además de Litoral y Caballo verde para la poesía, fue guionista y director de cine. Personajes nerviosos y complejos que hacen de sus vidas un quehacer constante, una “poesía en movimiento”.
Vivió en Londres donde publicó, junto con Concha Méndez, su mujer, 1616 English and Spanish Poetry, una revista que daba cuenta de la lengua inglesa y la lengua española, que recargaba las voces de Shakespeare y los fantasmas de Cervantes. Aparecieron diez números, en cuyas páginas se leyeron textos de Eliot y Borges. Además, en el invierno de 1933, comenzó su traducción de Adonais, elegía a la muerte de John Keats, de Shelley. Este largo poema, donde la vida es sueño y la muerte, su despertar, nos dice, en versión de Manuel Altolaguirre:
Obediente,
igual que un pensamiento a quien hubiera
mordido la serpiente del recuerdo
Y será concluido en la primavera de 1958 en la Ciudad de México. El golpe de dados del poeta romántico reclamaba a su traductor.
Goethe nos legó aquello de las “afinidades electivas”. Reyes y Jules Supervielle no solo trabajaron juntos, sino que trabaron una sólida amistad. Stephen Spender ayuda a Joseph Brodsky a establecerse en los Estados Unidos a raíz de su salida de la Unión Soviética. Reyes, atiende a un desesperado Neruda que le urge salir de la India. Antes, por medio de su padre, ayudó a Darío a regresar a Europa de Cuba. Altolaguirre, aquejado por la guerra, logra llegar a Francia donde será confinado a un campo de concentración. Tiene una hermosa “Elegía a Federico García Lorca” donde vemos y sentimos el pulso emocional que vive. Es recluido en un sanatorio mental de donde es rescatado por sus amigos. Se aloja en la casa de Paul Eluard, y Picasso y Max Ernst lo ayudan a salir de Europa. Recibe apoyo de Spender y de Supervielle. Cierra este tránsito con unos versos que nos descubren aquello que de tan evidente exige ser cantado:
Yo no quiero que estén en una alcoba
con trajes negros.
Mejor será que corran junto al río,
que corran entre flores sin mirarlas,
que nunca se detengan
como yo estoy, parado
tan al borde del mar y de la muerte.
Esos niños, que será mejor que corran sin detenerse, son los hijos, que el poeta imagina, de su hermano Luis que ha sido fusilado. Y en esa noche tan oscura las “afinidades electivas” brillan como constelaciones, como “islas invitadas”, que nos ofrecen su playa y refugio. La colección donde Manuel Altolaguirre incluye estos versos lleva por título Nube temporal (1939) y está dedicada a Paul Eluard. El primer poema es la elegía a Federico García Lorca. Más adelante, hay un poema a Juan de la Cabada, y otro más para Pablo Neruda. En publicaciones anteriores encontramos numerosos poemas dedicados a sus amigos, como también lo hiciera fray Luis de León en el siglo XVI. Entre las dedicatorias de Manuel Altolaguirre destaco los nombres de Alfonso Reyes y Octavio Paz. Volviendo a Nube temporal se suman, a manera de apéndice, unas palabras de Jules Supervielle y un poema de Stephen Spender. Cuando Altolaguirre sale de España va en compañía de la poeta Concha Méndez y de Paloma Altolaguirre, hija de los dos. Eluard, los ayuda; Stephen Spender, igual. Lo mismo, Supervielle. A Neruda, con toda seguridad, lo volverá a ver, y con Juan de la Cabada, años después, en 1952, escribirá el guion de Subida al cielo, película que dirige Luis Buñuel contando con la producción de María Luisa Gómez, la pareja cubana de Manuel Altolaguirre, y no mexicana, como apareció en la nota española que cubrió el accidente automovilístico de los dos. María Luisa Gómez vivirá un romance con Manuel Altolaguirre donde las separaciones y reencuentros serán la argamasa que selle la relación. María Luisa llegó a decir que Manuel vivía permanentemente en la Luna, en otro planeta, y que ella, desgraciadamente, en la Tierra. La necesidad de amar, en el caso de los dos, fue categórica, llenando los últimos años de sus vidas.
Convendrá volver a 1939, el año de la edición de Nube temporal. Altolaguirre escribe: “Con la dedicatoria de Paul Eluard, con las generosas palabras de Julio Supervielle, con el poema de Stephen Spender, doy tres nombres que valen por toda mi poesía. Y por toda mi vida. Ellos la salvaron, y la de mi familia. Me dieron tierra y mar durante meses. No carecí de nada. Si grandes fueron mis pesares cuando salí de España, de ellos pude servirme, sobre todo, para avanzar, sin encontrar su término, por la bondad de estos tres hombres”. Finalmente, los Altolaguirre logran embarcarse a México. En Paradiso, tremendo libro de José Lezama Lima, José Cemí, presa del sarampión, inaugura esas páginas que irán develando ese muy particular universo que se verá coronado con los silenciosos esquiadores sobre la nieve de Oppiano Licario. Paloma, la hija de Concha Méndez y Manuel Altolaguirre, durante la travesía, enferma de sarampión, y deciden bajar en La Habana para que la niña se restablezca. Esta escala durará cuatro años en los que permanecerán en Cuba, hasta su salida, en 1943, a México. Altolaguirre no solo colabora en Espuela de plata, sino que en su imprenta “La Verónica” edita varios de sus números. Witold Gombrowicz un día se embarcó rumbo a Argentina. El plan era tocar suelo americano y regresar a Europa. Sin embargo, permaneció en Argentina veinticuatro años. Altolaguirre iba a México, paró en La Habana para atender a su hija, y permaneció cuatro años. Participó en Espuela de plata, editó títulos y convivió con ese grupo de escritores que, encabezados por José Lezama Lima, darían pie a ese momento de la literatura hispanoamericana que hoy conocemos bajo el nombre de Orígenes.
Pero siempre hay un antes y un después, aunque la vida sea una sola. Lo vivido reside hasta donde la memoria alcance; sin embargo, sabemos que un cruce de miradas, por inesperado y fortuito que sea, puede acabar con una historia, e iniciar otra. El protagonista será el mismo, pero el guion ha cambiado y el argumento es otro. Leamos los testimonios del antes.
El día se fragmenta en ese subir y bajar que nos va gastando la vida. La poesía de Manuel Altolaguirre se presenta de madrugada. Ya no es de noche, pero tampoco es de día. Los seres y las cosas están ahí. Hay un espejo que se empaña y un largo pasillo por el que ha pasado alguien. Horas donde el sueño y la vigilia presentan una realidad de rastros y huellas, de corazonadas e intuiciones, que crispan una soledad con los filos de una memoria que se vuelve presente. Escenario donde da lo mismo cerrar los ojos que mantenerlos abiertos.
A medida que avanzo por la poesía de Manuel Altolaguirre me da la sensación de entrar a un laberinto, a una casa de los espejos donde el reflejo aparece, pero no siempre corresponde a quien lo mira; o sí, pero sin ser un reflejo exacto, o el esperado por aquél que está frente al espejo. Espacios cercanos a las plazas de Giorgio de Chirico, o a esas estatuas, muros o ángeles, que aparecen y desaparecen en el grito “en que nada se oye”, de Xavier Villaurrutia.
María Luisa Gómez sale de Cuba para casarse con el militar español Francisco Vives Camino, de quien tendrá un hijo. Regresa a Cuba con su hijo en 1936, antes de que inicie la guerra. Sabemos que apoya a la República y a los republicanos que llegan a La Habana; entre ellos, la familia Altolaguirre. También impulsa la difusión de la pintura cubana dentro y fuera de la isla. Organiza una gran exposición que se lleva a cabo en el MOMA, de Nueva York; misma a la que no podrá asistir ya que el gobierno norteamericano le niega la visa por su franco apoyo a la República española. Gracias a un donativo suyo Manuel Altolaguirre pudo comprar una imprenta, “La Verónica”, e incidir en la difusión de la literatura cubana y extranjera. Se casa con el pintor Mario Carreño, y en 1942 funda la Galería del Prado. David Alfaro Siqueiros pinta un mural en su casa; ella, al juzgarlo monstruoso y al ver deteriorada su relación tanto con Siqueiros como con su marido, decide destruirlo. Pintores de la talla de Wilfredo Lam y René Portocarrero expusieron en su galería.
Las cartas entre María Luisa Gómez y Manuel Altolaguirre van y vienen. Por cortos periodos se impone un denso silencio, pero de pronto, como tromba, arrecia la correspondencia. Ella se separa definitivamente de su esposo y en 1944 se reencuentra con Manuel Altolaguirre en México. Viajan a Taxco y a Tepoztlán. Para 1945 surge la editorial Isla que dirige Manuel y sostiene María Luisa. En esta editorial se publica Espejo de mi muerte, de Elías Nandino a quien tuve la suerte de conocer, a principios de los ochenta, en la casa del poeta y traductor Miguel Covarrubias. Maestro de vida y de academia. Isla, la empresa editorial fracasa, y ella vuelve a Cuba. Altolaguirre guarda una relación zigzagueante con su familia y José Moreno Villa, que se hace amigo de María Luisa, la pinta y escribe sobre el romance de ella y de Manuel. Mientras tanto Altolaguirre trabaja como guionista en la productora Panamerican; cuando esta cierra sus puertas, se ve obligado a improvisar un cine itinerante que presenta de pueblo en pueblo, como hiciera en España con la Barraca. En esta aventura se hace acompañar por su hija Paloma.
Nuevos poemas está fechado en 1946. La dedicatoria reza: “A María Luisa”, y en el poema “Blancura” leemos:
Ser tuyo es renacerme, porque logras
borrar, hundir, que se retiren todos
los espejos, los muros de mi alma.
Pareciera que el anhelado encuentro se ha conseguido. La madrugada ha quedado atrás, y el mundo se ve coronado por la luz del día. Pero esto es un destino que se espera: la moira, que rige el reloj de la tragedia, es la voluntad de los dioses, y el día, en la poesía de Manuel Altolaguirre, da paso, por fin, a la noche. La imagen que siempre ha estado ahí, el reflejo que desdobla al cuerpo y al mundo cantado, es la muerte, porque “solo los muertos pueden ser nombrados”.
No sabes lo que es perderse
iluminado e insomne
por el espacio, entre nubes,
sin ser ángel, sin ser ángel.
Altolaguirre no se resigna a la separación y le escribe a María Luisa hasta conseguir que la pareja se reestablezca. En 1950 María Luisa crea Producciones Isla y en 1952 aparece Subida al cielo, con la cual Altolaguirre se hace merecedor del Ariel por el guion de la película. El ambiente cinematográfico de México, cargado de nacionalismo, les es adverso y deciden regresar a Cuba. Filman películas y María Luisa actúa en una de ellas. No es la mejor época de la productora. Resuelven regresar a México.
En 1959 viajan a España, al Festival de San Sebastián para presentar la versión de 1958 de la cinta El cantar de los cantares. Trabajan en una nueva versión y buscan apoyo y patrocinio para este nuevo proyecto. No volverán a México. Ella tiene 52 años y él 54. La edición de sus Poesías completas, donde también se incluyen sus traducciones de Shelley y Pushkin (de este último un Convidado de piedra, en cuatro escenas, que se funde a lo vivido), aparece en la colección Tezontle, del Fondo de Cultura Económica, en México, en 1960.
AQ / MCB