Los Estados Unidos de pronto se sorprenden y se acongojan de ser ignorantes. Cosa más o menos cíclica, que comenzó desde su formación y ha venido aumentando hasta convertirse en alarma.
No saben cómo equilibrar la general ignorancia con el conocimiento de unos pocos. De hecho, nadie ha sabido, excepto por temporadas breves. La Atenas del siglo V hasta el III a. C., por ratos; la frecuentemente rota República romana, desde la muerte de Tarquino el Soberbio hasta Julio César; algunas ciudades-estado del Renacimiento (las italianas y los Países Bajos) y, con mucho, la de mayor duración y extensión: los Estados Unidos, hasta hoy, y quizás estemos atestiguando su final.

Los Founding Fathers incurrieron en el optimismo necesario para generar instituciones: que todo ser humano es libre, responsable y capaz de pensar por sí mismo. Es un imperativo ilustrado. Explícito desde Immanuel Kant: “Uno mismo es culpable de su minoría de edad cuando la causa de ella no yace en un defecto del entendimiento, sino en la falta de decisión y ánimo para servirse con independencia de él, sin la conducción de otro.” (¿Qué es la Ilustración?)
Pero esta es la mitad de la ecuación. La otra es la necesidad lógica y jurídica de toda república. Un equilibrio estabilizado precariamente por una sociedad que tiene al conocimiento por objetivo. Los Estados Unidos conocen el lastre de la ignorancia, pero además la han visto transformarse en una fuerza activa. En 1963 apareció un libro señero, de Richard Hofstadter: Anti-Intellectualism in American Life. En 1980, un breve artículo de Isaac Asimov prende la alarma para decir que ya existe un “Un culto de la ignorancia”: “La corriente anti-intelectualista ha sido una constante que se ha extendido por nuestra vida política y cultural, alimentada por la falsa idea de que la democracia significa que «mi ignorancia vale tanto como tu conocimiento»”. En 1987 se publica The Closing of the American Mind, de Allan Bloom; en 1995, Carl Sagan critica la cargada contra la ciencia, en The Demon-Haunted World: Science as a Candle in the Dark… y en 2018 aparece The Coddling of the American Mind, de Greg Lukianoff y Jonathan Haidt: la barbarie anti-intelectual ya se ha instalado en la universidad. (El año pasado se publicó otro libro, pero no lo conozco: Mark Motta, Anti-Scientific Americans). Una bola de nieve.
Nosotros, latinoamericanos, venimos de una conformación distinta. Donde los norteamericanos fundaron una república con la idea de que “todos los hombres son capaces de gobernarse”, los latinoamericanos partieron del supuesto opuesto: que el pueblo era ignorante y supersticioso, y que necesitaba ser educado y conducido por una élite cultivada.
Las independencias sudamericanas de nuestro continente también se configuraron en cabezas ilustradas, pero desde el principio asumieron la general ignorancia. A los estadounidenses los configura simbólicamente el “Common Man”; a los latinoamericanos, el “letrado”. Cosa notable, que los intelectuales y escritores latinoamericanos hayan sido vistos tantas veces como líderes y guías de sus naciones. Bolívar, Andrés Bello, Domingo Faustino Sarmiento, José Martí, José Enrique Rodó, y luego Miguel Ángel Asturias, Joaquín Balaguer y casi Vargas Llosa. Casi todos, excepto México, han empatado imaginariamente al letrado con el timonel.
Son dos caminos contrarios; de inicio aquéllos creyeron siempre en una población capaz, racional, aunque debiera educarse para sostener la libertad. Los latinoamericanos, en un pueblo ignorante, infantil, necesitado de tutela civilizadora. Para decirlo con barbarie: a los gringos les surgió un anti-intelectualismo pragmático mientras los latinoamericanos construían un intelectualismo paternalista.
Ahora parece que todo se aplana; que la validación de la ignorancia, vía redes, ha cundido ya. El cambio más importante viene de la misma mecánica que daba sentido a repúblicas y democracias: la libre expresión.
En una Atenas de apenas 15 mil habitantes, la plaza era suficiente. Con la instalación de las imprentas de tipos móviles, el público interlocutor crecía a los miles; con los periódicos, a cientos de miles... Pero siempre hubo dos lugares: el autor (ilustrado) y el público (influenciable, pero silente frente a lo impreso). Las redes cambiaron la dinámica: el lector amaneció como partícipe, interlocutor. Y lo dicho por Isaac Asimov prevalece: su ignorancia vale tanto como el conocimiento. El resultado último de la participación democrática constituye una de las peores amenazas contra la misma democracia.
MCB