Todavía recuerdo el principio del siglo. Cuando la gente empezó a poner caritas felices en los mensajes, me parecía cursi e infantil, algo similar a los monitos de plástico en los escritorios de las secretarias o las antiguas calcomanías, tan pegajosas que al quitarlas era casi imposible quitar la sombra de pegamento sucio en la superficie donde se habían puesto. Eran como las tarjetas de cumpleaños que vendían en el Sanborns, algo perteneciente a un mundo aparte. Y de hecho, mandarse mensajes por un celular caro, más allá de los avisos utilísimos (y la bendición de poder saber dónde y cómo estaban los hijos), era como un juego, un desperdicio. Las redes, incluso, parecían una especie de escaparate sin mayor importancia, un juego que sólo metía en problemas a los adolescentes.

Pero de repente toda la vida se volcó ahí. Nuestros días se llenaron de mensajes, emoticones (fea palabra), memes, stickers y esas cosas. Ahora bien, ¿cuándo o por qué aceptamos que nuestras emociones se manifestaran en caras redondas y amarillas como papas fritas? No lo sé, debo confesar que al principio me parecía poco serio o difícil de entender, como una mímica infantil, pero poco a poco me he ido acostumbrando y ahora me descubro meditando seriamente qué emoticón añadir a algunos mensajes. A veces, el tiempo perdido en hallar la carita con la expresión que corresponda al sentimiento, la boca ladeada, hacia arriba, hacia abajo, los ojos llorosos, los ojos entrecerrados, la carcajada con lágrimas o discreta, el pulgar levantado a la romana, la flor adecuada, el corazón de color apropiado, es casi el que se emplea en buscar le mot juste a la hora de escribir. Y cuando por fin se ha encontrado l’émoticon juste, el sentimiento ya es otro. O uno mandó una carita alegre por equivocación y hay que aclarar rápido. Tanta exigencia gráfica en la expresión hace que uno dude de sus propios sentimientos. Casi es un trabajo actoral. Y no acabo de entender los corazones morados, azules, verdes y amarillos, ¡negros!; los mando todos rojos y a lo mejor estoy declarando pasiones a los cuatro vientos por no conocer la ciencia o el manual de Carreño del emoticón. También poseo una interesante colección de stickers que, confieso, son mi debilidad: la comedia y la caricatura voluntaria. Y es que caricaturizar la vida le quita peso a los trabajos y los días, con lo bueno y lo terrible que eso puede significar.
Es claro que estamos en un experimento conductista. Entre los emoticones, los likes (no hay dislikes, sólo la ira o la risa sarcástica se valen en las redes) y las caricaturas, ¿qué se dirá de nuestra vida? Quizá: “mandó un corazón verde equivocado”.
AQ