Un comentario que prolifera en el ambiente literario es que se publica demasiado; que ya las editoriales no sirven como filtro y con el caudal de novedades librescas se inundan las librerías, los libros tienen poca vida y los lectores empiezan a acostumbrarse a lo banal y comercial. El comentario es tan generalizado, que incluso lo pronuncian los escritores banales y los editores comerciales.
Nadie está dispuesto a inmolarse. No debería publicarse tanto, pero mi manuscrito sí tiene el derecho de volverse libro y estar en todas las librerías. Entonces el discurso se vuelve tan inane y farsante como el de los ecologistas.
No hay modo de saber cuántos libros se leen al año. No funcionan ni las encuestas ni las estadísticas de ventas. Mucho menos cuando la gente tiende a mentir sobre lo que lee y las editoriales sobre lo que venden, inflando para provocar interés por un título, generalmente desinflando para no pagar a los autores. Esto lo confiesa el editor Enrique Murillo en su libro Personaje secundario y, entonces, podemos suponer que se está declarando culpable de un delito, en el menor de los casos, de encubrimiento.
Muchos de los escritores que se lamentan por esta demasía de autores han de aceptar parte de la culpa. Me refiero a los que imparten talleres literarios con convocatoria abierta. Suelen asistir montones de gente sin talento y sin lecturas. Pero hay que decirles “tú sí escribes muy bonito” y se lo creen y andan publicando con el cerebro escaso de lecturas y sin nunca haber leído un clásico.
Cada vez con más frecuencia dejo libros en la primera página. Para muestra basta una página. Pululan autores que no saben ni redactar, mucho menos conocen el peso y la dimensión de las palabras. Se escriben sinsentidos, oquedades, obviedades, repeticiones. Y la mala redacción habrá sido tal en el manuscrito que sobrepasa la capacidad de un editor chambón.
Como escritor, no puedo ser juez y parte. Me toca hablar de generalidades, pero un crítico ha de tener la espada bien afilada; ha de reprender con nombres, pelos y señales. La semana pasada asistí a una mesa redonda en que se hablaba de la crítica literaria. Muy políticamente correcto, uno de ellos dijo: “Yo solo escribo de lo que me gusta” y con esto se ganó la simpatía de un público muy contemporáneo. Pues eso no es crítica. Hubo un tiempo en el que los críticos fijaban la altura de la barra y los escritores nos esmerábamos por salvarla.
Los críticos serios saben que también hay una proliferación de “críticos”. Ahora cualquier hijo de vecino se siente árbitro de las letras.
Quienes buscan historias fáciles, atractivas, moralinas y superficiales viven en la mejor época para ser lector. Los que buscan lo profundo y sublime también gozan de la mejor época, porque los clásicos no se han ido a ninguna parte.
AQ