Eso dice de su oficio Chantal Maillard, filósofa y poeta, una segunda revelación icástica o de nuevo aquel leve golpe luminoso pero devastador lanzado a la distancia por el dios Apolo, que me alcanza ahora ya siendo viejo y con cada vez menos barcas amarradas en mis ojos: pensar el pensamiento.
Como la primera de esas revelaciones, Marguerite Yourcenar, Maillard también nació en Bélgica. Yourcenar es narradora y ensayista, pero Maillard, como escribe Virginia Trueba, “desprograma toda lógica de los géneros” mediante un trazo continuo propio de la música más que de la escritura.
La crítica menciona las Variaciones Goldberg de Bach para mejor entenderlo —subtemas o variantes asociados entre sí que guardan un patrón armónico del tema primario: el fragmento como método. Y también la supresión o síntesis del significado, su potenciamiento mediante la sola sugerencia, una ambigua levedad. Sin lastres del lenguaje, sin adornos ni sobrantes, solo lo justo para ser. Una estructura de silencios en un tiempo simultáneo que es un no tiempo.
Así el tiempo sea materia de la escritura, no “la memoria-recuerdo” sino lo olvidado en ella, el universo de signos que se esconde detrás. No lírica sino prosa. No lo dicho sino lo omitido, que al no mostrarse queda resonando en un más-acá/más allá. Quizá Pascal Quignard sea un referente de esta operación alquímica que entre los iniciados se llama quintaesencia (menos es más) y por eso uno de los libros de ese autor es el primero de la espigada columna que reposa en su mesa de lectura.
Durante sesenta años Maillard, naturalizada española, ha vivido en Málaga, treinta de ellos en una colina desde cuyo balcón intuye el Rif a lo lejos en el continente africano, y veintidós sufriendo neuropatía cuyo dolor empeora con el viento de levante, cuenta Fernando del Val, su entrevistador.
Como Yourcenar, que fue arrebatada para el budismo y el Oriente por el arrebatante libro de Julius Evola, La doctrina del despertar, Chantal Maillard se hizo docta en filosofía y religiones de la India y de China. De ahí proviene otro de sus libros fascinantes (término que significa hechizo): Las venas del dragón, donde estudia (poética, no académicamente) el buen gobierno del confucianismo, la armonía con el entorno del taoísmo y el conocimiento de la mente del budismo.
—¿Usted medita? —le pregunta del Val.
—He meditado mucho —contesta la autora de Bélgica.
—¿Por qué menos?
—Mi cuerpo no admite la postura y ciertos fármacos lo dificultan. Pero meditar es ante todo un estado. “Ponerse a meditar” o “hacer meditación” tan solo es un ejercicio. Con el tiempo, el estado se va instalando sin necesidad de intención.
Saberes poliédricos, apropiaciones orientales, sincretismos básicos. Maillard medita, como Yourcenar materializaba presencias, entre otras al emperador Adriano según registra en el cuaderno de notas de la novela. Por ello Maillard no juzga: comprende.
Así escribe en La compasión difícil que “juzgar es diferenciar”. Señala que el camino del conocimiento en las vías del hinduismo implicaba la eliminación de las diferencias, un camino inverso a la creación de mundos: “Sabio es aquel que sabe contemplar lo que somos más allá de las diferencias. Sin diferencias, el juicio no es posible”.
Maillard habla con Medea. No la juzga, la deja hablar y comprende: “Como los seres del agua y del aire, que insisten en las mismas vías, así también ella —la mente, le decimos— repitiendo trayectorias”. Ella será quien recuerde la admonición del poeta Horacio a la tragedia pidiendo que no se muestre en escena el filicidio de Medea. Que solo se diga pues será suficiente. Ella también será quien escriba: “La mente es la sirena que obstaculiza el viaje”.
Citará en La compasión difícil la advertencia de Quignard: en toda narración siempre hay que dejar en falta un episodio, y seguirá el consejo-paradoja, pues entre todo lo que no dirá nada quedará pendiente. Como Kenkö Yoshida, quien habrá escuchado del abad de Koju decir que es propio de un hombre inculto ordenar juegos completos de cosas, que es mejor lo incompleto, se plegará a la norma sapiencial de la ausencia/presencia enseñada por el hombre santo:
“En todas las cosas, la uniformidad es un defecto. Es interesante dejar algo incompleto y por terminar; así se tendrá la sensación de que mediante esa imperfección se prolonga la vida de los seres”. Su género literario es el no estrujamiento, un grado no distante sino apasionado de la abstención: dejar “algo por saber, algo por entender, algo que ver”. Un horizonte por alcanzar. De ahí entonces, la poderosa perturbación de su escritura.
—En el perfeccionismo hay ego. Por eso me disgusta —contesta ella
—Lo propio es la imperfección —acota del Val.
—La perfecta imperfección —dice ella entre risas.
AQ