Cultura

El éxito mendicante

Luis M. Morales
Luis M. Morales

En mis escapadas domingueras a la Ciudad de México suelo ir al teatro, cuando hay en la cartelera algo que me interesa. En varios de los montajes que me ha tocado ver, algún miembro del reparto, después de agradecer los aplausos, pide al público que recomiende la obra, apelando a su buen corazón, como si la caridad pudiera otorgar el éxito. Al parecer no hay suficiente público para sostener la variopinta oferta teatral capitalina, donde la abundancia de puestas en escena es inversamente proporcional a su calidad. Eso explica, tal vez, el afán de la comunidad teatral por capitalizar los aplausos a toda costa. Entiendo sus predicamentos, pero sospecho que recurren a una estrategia equivocada para generar publicidad de boca. 

En primer lugar, la súplica de recomendar la obra no toma en cuenta el disimulo crónico del espectador mexicano, que aplaude por cortesía hasta los montajes más infumables. En las carpas de hace un siglo, la reacción del público ante un espectáculo era inequívoca y estruendosa. Los broncos espectadores del teatro isabelino y del teatro español del Siglo de Oro tampoco se andaban con medias tintas: aplaudían o abucheaban a rabiar, sin tentarse el corazón para lastimar el ego de los actores. Pero en el México de hoy, el aplauso clasemediero no indica necesariamente la aprobación del público, porque los buenos modales adulteran el carácter desde la cuna. Quizá el espectador aplauda para ocultar su disgusto, con igual o mayor destreza para fingir que los actores del escenario. Exhortarlo a recomendar la obra refleja, pues, una candorosa ignorancia de la psicología social que puede revertirse contra el pedigüeño.

Desde luego, el aplauso puede ser espontáneo, pero en tal caso no hace falta pedir la recomendación. ¿O cree la gente de teatro que el público, por mezquindad o indiferencia, se abstendría de elogiar en la tertulia con los amigos una obra que lo entusiasmó hasta el delirio? En el cortejo amoroso, los pretendientes rogones fracasan en sus intentos de seducción; en cambio, los galanes castigadores atraen poderosamente a las chavas. Con el éxito sucede algo parecido: mendigarlo no sirve de nada, pues se entrega a quien menos lo busca. Nada demerita más a un actor que exhibirse ante los demás como un menesteroso buscador de éxito o de prestigio. En el trato con el público hay que preservar en todo momento la ficción de que uno trabaja por amor al arte, aparentando un noble desinterés por sus veleidosas preferencias.  Sólo así podemos conquistar a la muchacha esquiva que se pone moños cuando le llevan gallo los galanes del pueblo.  

Si la gente sale contenta de un espectáculo, seguramente hará publicidad de boca sin que nadie se lo pida. Incluso puede recomendar la obra de un genio majadero que desprecia su aplauso, pero le brinda un buen entretenimiento. Lope de Vega deseaba tanto el éxito como cualquier dramaturgo contemporáneo, pero en su Arte nuevo de hacer comedias tachó de necio al vulgo que lo llevó a la fama, y aún así la gente siguió abarrotando los corrales donde montaba sus piezas. Era un domador que a punta de latigazos había domesticado a los leones. Ojalá siguieran su ejemplo los histriones de México. El teatro no debería ser un arte minoritario, pero si las condiciones del mercado así lo disponen, ¿no es mejor agradecer los aplausos con la actitud orgullosa y distante del artista que valora, por encima del éxito, la aprobación de la “inmensa minoría” idealizada por Juan Ramón Jiménez?

En mi última experiencia como espectador teatral, el actor estelar que imploró el éxito al final de la obra dijo con acento compungido que la temporada sólo duraría dos meses.  Las temporadas de antaño podían llegar a las mil representaciones, pero ahora duran un suspiro, aunque la obra esté abarrotando el teatro. No pude reseñar en este espacio la mejor puesta en escena que vi en el año, Emigrantes, del gran dramaturgo polaco Slawomir Mrözek, porque la estupenda compañía venezolana que la montó en la Compañía de Shakespeare sólo dio una función, a pesar de que los actores Jesús Delgado y Sebastián Torres y el director Dimas González son exiliados residentes en México. ¿Dónde hubieran podido ver su fabuloso trabajo los lectores de MILENIO? Cuando el público apenas se entera de que una obra vale la pena, ya desapareció de la cartelera. Ni las instituciones públicas ni los dueños de los teatros deberían limitar las temporadas a rajatabla, pues la aspiración natural de cualquier compañía es cosechar su triunfo. Si el éxito no se recompensa debidamente, la calidad de los espectáculos decaerá sin remedio. La mercadotecnia del espectáculo tiene, sin duda, un efecto envilecedor, pero cortarle las alas a quien ha merecido el éxito en buena lid es una política irracional y miope que a la larga puede frustrar muchas vocaciones.


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Enrique Serna
  • Enrique Serna
  • Escritor. Estudió Letras Hispánicas en la UNAM. Ha publicado las novelas Señorita México, Uno soñaba que era rey, El seductor de la patria (Premio Mazatlán de Literatura), El vendedor de silencio y Lealtad al fantasma, entre otras. Publica su columna Con pelos y señales los viernes cada 15 días.
Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de MILENIO DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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