“Hasta aquí he hablado de un príncipe —escribe Suetonio en Los doce césares al narrar la vida de Calígula—; ahora hablaré de un monstruo”. La primera parte de la sentencia es inutilizable al hablar hoy de los grotescos y crueles payasos que gobiernan Occidente: no hay príncipes entre ellos, solo seres malignos e ineptos y algunas brujas cuya condición es propia de la decadencia que encarnan.
Sören Kierkegaard definía la angustia —un vértigo existencial ante la necesidad de elegir entre el bien y el mal— como un estado propiciatorio que podía llevar a una transición hacia lo ético, a un compromiso con una vida más significativa y menos superficial, a un vínculo menos estético, menos egoísta y dañino con uno mismo y los demás. Su viñeta sobre cómo terminaría el mundo resulta una profecía dictada por las antenas de la raza, el pensamiento y la creatividad. En un teatro cualquiera se declara un incendio entre bastidores. Un payaso sale a escena para darle la noticia al público. La gente cree que se trata de una broma y aplaude divertida. El payaso insiste en lo que dice y los asistentes lo ovacionan con más placer. “Así creo yo —escribe el filósofo danés— que perecerá el mundo, en medio del júbilo general del público que creerá que se trata de un chiste”.
Ahora sería un tanto distinto: un payaso principal se presenta en el proscenio con otros más que lo acompañan. Él anuncia haber causado el incendio al cual califica de necesario y bueno, el público no aplaude porque el estupor lo domina y quienes celebran son los que rodean al grotesco personaje de tez anaranjada. Tanto el discurso incoherente pero amenazante del payaso —prosopopéyico, cargado de adjetivos de magnitud, de mentiras, contradicciones y errores lógicos, con un léxico reducido y lleno de narcisismo (“yo” es el término que más utiliza)—, como el elenco que está a su lado parecen un meme monstruoso. Que sería trivial e intrascendente si no se tratara del autocrático dirigente de un imperio mundial.
Llegar a todo esto solo ha sido posible mediante un proceso de degradación sistemática y control mediático. Las aberraciones sociales se originan poco a poco hasta hegemonizar la realidad y convertirse en ecosistema. Un hábito cada vez más común es el llamado doomscrolling: pasar demasiado tiempo en línea leyendo noticias negativas o contenido perturbador que genera ansiedad o tristeza, generalizado desde la pandemia de covid-19.
El antídoto contra ello no es la ignorancia indiferente o aquel vínculo “estético” superficial con la realidad señalado por Kierkegaard, sino conocer los contextos donde las cosas surgen y por qué se originan sus efectos. Comprender significa aceptar la entrada a otro orden o espacio de sentido. Asumir también una conducta moral en el bizarro mundo al revés de nuestros días.
Un documental de Raoul Peck presentado en Cannes y recientemente estrenado en Estados Unidos, Orwell: 2+2=5 (“Un artículo de opinión sobre la naturaleza de la tiranía y la propaganda”, dice Massimo Pigliucci), pone en escena con palabras de George Orwell la profética distopía de 1984, equivalente en mucho a los sangrientos payasos del trumpismo, no artífices sino meros productos, no causas sino consecuencias del horror actual.
Los tres lemas del Gran Hermano, originados en la neolengua del doblepensar, son similares a los que se emplean actualmente desde el poder imperial. “La libertad es esclavitud” puede aplicarse al inminente asalto militar estadunidense contra Venezuela para apoderarse de sus reservas de petróleo y gas con el pretexto de establecer la “democracia” en ese país. “La guerra es paz” contiene el gran engaño de Gaza, cuya paz eterna instrumentada por un pacificador que el mundo nunca había visto solo duró una semana. “La ignorancia es fuerza” resume el embate trumpista contra las universidades estadunidenses. En esa neolengua del doblepensar debe anotarse la inmoral equivalencia del antisionismo (el rechazo de lo que una persona hace) con el antisemitismo (el rechazo de lo que una persona es).
El título del documental 2+2=5 alude al control de la razón y la verdad objetiva por la propaganda mediática y política de los sistemas autoritarios como las autocracias que se extienden por Occidente y persiguen al pensamiento autónomo y distinto. “Esa perspectiva me asusta mucho más que las bombas”, escribió Orwell en sus recuerdos de la guerra civil española.
Al reflexionar sobre las alternativas sociales a esta extendida estrategia de la posverdad y el control autoritario de los payasos sangrientos y genocidas, Pigliucci recuerda una frase de Malcolm X: “No nos superan en número, nos superan en organización”.
Ante la simplificación enajenante habrá que proponerse como acción política primaria la defensa del pensamiento complejo (aquel compuesto por muchas cosas, no mecánico sino orgánico) que vincula, relaciona y analiza. Pensar es resistir, resistir es sobrevivir. Quizá también represente vencer.
AQ / MCB