El primer capítulo de Desgarradura, uno de los más tonificantes e indóciles libros de E. M. Cioran, se inicia mencionando la leyenda de inspiración gnóstica según la cual, en tiempos previos al tiempo, hubo una lucha celeste entre los partidarios del arcángel Miguel y los secuaces del Dragón. Los ángeles que no tomaron partido en esta batalla metafísica fueron condenados a vivir en la Tierra. De ahí nuestra condición anfibia, escatológicamente hamletiana, la caída producto de nuestra ambigüedad. Para Cioran, neo-gnóstico sin serlo, idólatra de la duda, incrédulo en ebullición, budólogo aunque no budista, así comienza la historia, la cual “tendría por causa una vacilación y el hombre sería el resultado de una duda original”. El castigo consistirá en que sea arrojado a la Tierra “para aprender a optar”. Y en adelante su condena comprenderá la realización del acto, la búsqueda de la aventura, el afán por seguir una causa y el impulso para reunirse en torno a una verdad.
Aunque el autor rumano se pregunta de cuál verdad se trata, pues conforme a la escuela filosófica que él mismo define como la más avanzada de todas, existen dos nociones de ella: “En el budismo tardío, especialmente en la escuela Madhyamika, se pone el acento en la radical oposición entre la verdad verdadera o paramarta, patrimonio del liberado, y la verdad corriente o samvriti, verdad ‘velada’, más precisamente ‘verdad de error’, privilegio o maldición del no liberado”.
La verdad verdadera, la “que asume todos los riesgos, incluido el de la negación de toda verdad y de la idea misma de la verdad”, es una prerrogativa de aquellos muy escasos quienes se colocan fuera del ámbito de los actos y aceptan la insustancialidad de las cosas porque estas no cuentan con una naturaleza propia o una substancia esencial: son fenómenos episódicos que cesan cuando sus componentes se disgregan, dado que todo lo que es compuesto, desde el universo físico hasta los seres que lo habitan, deberá perecer.
El reconocimiento de la insustancialidad de la verdad relativa no significa frustración o pena algunas sino todo lo contrario, “ya que la apertura a la no-realidad implica un misterioso enriquecimiento”, una suprema realización de la conciencia. Los fenómenos, dice el canon budista, no poseen ser en sí, pero tampoco son inexistentes. Esa es la vía del medio.
De tal manera que las dos realidades, la relativa o convencional y la absoluta o última, son: a) opuestas, porque la apariencia de un fenómeno no es una realidad absoluta; b) inseparables, porque aunque vacíos de existencia en sí, los fenómenos aparecen ante nuestros sentidos; c) de una misma esencia, pues la naturaleza última de los fenómenos relativos es su vacuidad.
Lo que el budismo llama el pleno Despertar —una acción que logra el Buda por sí mismo y que es potencialmente posible para cualquier ser humano— consiste en disipar los velos pasionales y cognitivos de la conciencia, aceptando la vacuidad del sí mismo y de los fenómenos. De lo cual no se desprende ninguna indiferencia o relativismo moral, por el contrario.
La vía para lograr este conocimiento se compone de dos acumulaciones: la acumulación de sabiduría por medio del razonamiento y la meditación que conduce a la penetración directa de la vacuidad, y la acumulación de méritos logrados al practicar la compasión hacia todos los seres vivos y sintientes.
Con su característica y cruda franqueza, Cioran reconocerá la insuperable dificultad para él de esos empeños: “Ni un día, ni una hora, ni siquiera un minuto sin caer en lo que Chandrakiti, dialéctico budista, llama ‘el abismo de la herejía del yo’”.
Quien haya practicado con perseverancia la desautomatización de la conciencia que el ejercicio de la meditación significa —una práctica que Cioran no parece haber frecuentado pues nunca habla de ello, él que muestra paso a paso la vida de su interioridad— sabe que aun por efímeros instantes sí es posible liberarse de esa hipótesis inútil que llamamos yo, la que otorga a los fenómenos lo que no tienen: sustancialidad.
Al hacerlo probará el desapego y la serenidad, esas “palabras vagas y vacías”, como las llama el autor, y dejará de ser “el secretario” de sus sensaciones. Entonces intuirá la contradicción suprema: los fenómenos ocurren pero son sustancialmente inexistentes.
Los cátaros fueron los primeros budistas de Europa. Cioran, emparentado con ellos a través de la herejía bogomila, acaso fue el último de un neobudismo occidental que comprendió sin aceptar. Siendo así, también habrá sido el primero de un linaje espiritual hoy más prominente, aquel que sí practica la absorción meditativa y frecuenta el sabio mecanismo del silenciamiento, sea parcial y momentáneo, del yo.
“Bienaventurado sea el Señor, que me libró de mí”, escribió Teresa de Ávila, una mística muy cercana a él. Vivir es un plagio, dijo el pesimista rumano. Hay que plagiar, mejorándolo, a Cioran.
AQ / MCB