Luego de muchos años leo la Ilíada. Voy despacio, saboreando la traducción de Luis Segalá y Estalella que no ha perdido el tono heroico ni el brillo que le imprime en nuestra lengua. Me dejo llevar de la mano por el gran Homero —o por los griegos que llamamos Homero, como apunta Borges—, y ya desde el primer canto vuelvo a sentir el hechizo de sus imágenes: “Mas, así que apareció la hija de la mañana, la Aurora de rosados dedos, se hicieron a la mar para volver al espacioso campo aqueo, y el protector Apolo les envió próspero viento”. Nada cuesta pensar en esas primeras luces del día que comienzan a filtrarse por una pequeña apertura a través del negro telón de la noche. Son entonces las manos de una diosa, Aurora, las que lentamente descorren esa tela y, al hacerlo, nos muestra sus dedos translúcidos, rosados.

Más adelante, en el tercer canto, vemos a Helena —“la de níveos brazos”, “divina entre las mujeres”— tejiendo en su habitación del palacio en Troya una tela de color púrpura en la cual, nos dice Homero, “entretejía muchos trabajos que los troyanos, domadores de caballos, y los aqueos, de broncíneas lorigas, habían padecido por ella en la marcial contienda”. No deja de llamar la atención esa tela que, me parece, teje Helena como una suerte de expiación, ya que unas líneas después la escuchamos quejarse con amargura ante el rey Príamo, cuando éste le pide identificar desde la muralla a algunos de los héroes griegos: “Ojalá que la muerte me hubiese sido grata cuando vine con tu hijo… Pero no sucedió así y ahora me consumo llorando”. Sin embargo, accede a la petición, se llama a sí misma “desvergonzada” y añade esta frase “si todo no ha sido un sueño”.
No soy el primero, ni seré tampoco el último, en ver en esta frase capital un motivo para iniciar una suerte de traslación onírica. Quizás Helena nunca estuvo en Troya; tal vez todo, la Ilíada entera, nuestra existencia misma, ha sido un sueño donde un ignoto soñador —ajeno a nuestras categorías de tiempo y espacio— nos escribe y nos inventa a su antojo.
Y de estas trasnochadas reflexiones surge una estampa que comparto con los lectores de Laberinto.
Helena en su balcón
Ha visto partir las cóncavas naves. Aquí, en el balcón de casa, la brisa le mece los cabellos sueltos y el resplandor del mar la obliga a cerrar los ojos. Es verano, por su nariz resbala una gota de sudor. Entorno a su frente zumban las abejas. ¿Qué piensa? Tal vez en el manso trigo que crece entre sus muslos, hoy sin segador. Sola, en el balcón suyo y de nadie, se deja habitar por el sol. Un pie ayuda al otro a soltar la sandalia que lo lastima. En su tobillo cintila una argolla de oro. En la sombra de su pie desnudo se perfila la figura de un sueño que comienza a borrarse: el rostro que hizo zarpar las mil naves. Helena en su balcón abre los ojos, ve crecer allá, en la azul lejanía, el hongo inmenso, el hongo mortal de Hiroshima.
AQ