El 5 de octubre celebramos el centenario de vida del escritor argentino Roberto Juarroz. El registro de su voz poética sigue siendo inconfundible y se manifiesta por su obsesiva unicidad temática y de registros. Que todos sus libros se titulen Poesía vertical (enumerándolos luego) no debe sorprender a nadie.
La editorial Cátedra (2012) ofrece una antología que muestra su trayectoria. El ensayo introductorio es de Diego Sánchez Aguilar, y lo utilizo como referencia para esbozar estas anotaciones.

El primer señalamiento, el más obvio, es que la poesía de Juarroz tiene una marcada aproximación a la metafísica, un decantarse por tantear al mundo, explorarlo con ideas, muchas veces con preguntas, como aquí se observa:
¿Por qué las hojas ocupan el lugar de las hojas
y no el que queda entre las hojas?
¿Por qué tu mirada ocupa el hueco que está delante de la razón
y no el que está detrás?
¿Por qué recuerdas que la luz se muere
y en cambio olvidas que también muere la sombra?
¿Por qué se afina el corazón del aire
hasta que la canción se vuelve otro vacío en el vacío?
¿Por qué no callas en el sitio exacto
donde morir es la presencia justa
suspendida del árbol de vivirse?
¿Por qué estas rayas donde el cuerpo cesa
y no otro cuerpo y otro cuerpo y otro?
¿Por qué esta curva del porqué y no el signo
de una recta sin fin y un punto encima?
Hablamos de una metafísica y de cuestionamientos, como el poema anterior, pero también está el Juarroz resolutivo, el que simplifica, el que desde lo más cotidiano sondea el mundo, el misterio de la vida y la muerte que nos rebasa más allá de nuestro yo (sin exclusividad), y cohabitan en unión libre:
Mientras haces cualquier cosa,
alguien está muriendo.
Mientras te lustras los zapatos,
mientras odias,
mientras le escribes una carta prolija
a tu amor único o no único.
Y aunque pudieras llegar a no hacer nada,
alguien estaría muriendo,
tratando en vano de juntar todos los rincones,
tratando en vano de no mirar fijo a la pared.
Y aunque te estuvieras muriendo,
alguien más estaría muriendo,
a pesar de tu legítimo deseo
de morir un minuto con exclusividad.
Por eso, si te preguntan por el mundo,
responde simplemente: alguien está muriendo.
Otro aspecto importante es su preocupación por la poesía misma, un referente que a su vez se concentra y gravita en torno al lenguaje, sin aspiraciones engañosas, sublimes, sino que se ajuste a la condición (también) del deterioro. De su Octava poesía vertical, el texto número 11 dice:
Desgarrar el papel al escribir
para que desde el comienzo
asome por debajo el deterioro,
el desgaste, el hundimiento
al que se debe someter toda escritura.
Esa invalidez inaugural
limará las palabras
y acortará los desahogos,
hasta que surja el hilo retorcido
y ajustadamente abismal
del lenguaje correspondiente al hombre.
Que la escritura desguarnezca
a la mano que simula providencias.
Que la escritura no contribuya a armar la máscara
sino el rostro sin afeites que oficiamos.
Que la escritura enrole en su constancia
la cantera y la piedra,
la secuencia y el término,
la destrucción y el límite.
Respecto a la palabra “límite” que cierra el poema, se deja entrever un estado fronterizo entre el hombre y lo sagrado, un espacio de trascendencia donde se invita (al poeta) a no simular, a que la escritura practique un ejercicio de transparencia del ser, “que la escritura no contribuya a armar la máscara”, a sabiendas que sin la máscara no hay más rostro que el vacío. Bajo este concepto debemos entender por qué la insistencia en una poesía vertical, no horizontal (como la línea del tiempo). No se trata de eso, sino de un eje que desciende, como señala el prólogo de Diego Sánchez Aguilar: “Otro de los movimientos que crean el espacio mítico de Juarroz es el de descenso. Junto con el salto forma un eje vertical que anula, como ya hemos visto, el “desde” y el “hacia”, el arriba y abajo, convirtiéndose en una verticalidad ontológica que da nombre y estilo a toda su poesía […].
“Es un movimiento dentro de un abismo vertical que equivale a una actividad de búsqueda que pasa, como toda búsqueda, por el abandono de la seguridad de lo conocido y que es impulsada por el deseo de lo desconocido. En este caso, lo desconocido para el hombre es el origen”.
Sin ir más lejos, también en el origen de la primera poesía vertical, ya desde el poema que abre aquel poemario, se nos dice:
Mis ojos buscan eso
que nos hace sacarnos los zapatos
para ver si hay algo más sosteniéndonos debajo
o inventar un pájaro
para averiguar si existe el aire
o crear un mundo
para saber si hay dios
o ponernos el sombrero
para comprobar que existimos.
Más allá del poeta, Roberto Juarroz estudió Biblioteconomía y Ciencias de la Información, disciplinas que desempeñó a lo largo de su vida, a la par de promotor de revistas literarias como Poesía = Poesía.
Desde junio de 1984 fue miembro numerario de la Academia Argentina de Letras, y, además de las distinciones que cosechó en su país, recibió el Jean Malrieu de Marsella y el premio de la Bienal Internacional de Poesía, en Lieja, Bélgica.
La antología de Cátedra incluye dos libros póstumos: una decimocuarta y una decimoquinta poesía vertical. Bajo el título de “Casi razón” aparecen una suerte de aforismos que se inclinan hacia por lo paradójico:
La poesía es una necesidad con que habla en nosotros lo que no conocemos. Única vía veraz de aquello que cimenta nuestra ignorancia.
[…]
La poesía tiende a lo imposible, pero nos hace posibles.
[…]
La esperanza ha perdido sus raíces. Solo la espera puede ocupar su lugar. Quizá la espera sea una forma más pura de la fe. La poesía es una profundización de la espera.
Quisiera recomendar un pequeño libro que da cuenta de las opiniones de Roberto Juarroz sobre el oficio: Poesía y Realidad (Pre-textos poéticas, 2000). Es, de hecho, el discurso que Juarroz dio al ingresar en la Academia Argentina de las Letras. Para quienes deseen conocer de primera mano los planteamientos e ideas del poeta, es un documento básico para acercarse a sus conclusiones: “Sí, yo creo que en último término la poesía consiste en eso: crear y romperse”.
Ante la pregunta franca (que se le hiciera en una entrevista) sobre alguna recomendación para convertirse en poeta, su respuesta sugiere dudas, pero propone finalmente una maravillosa alquimia: “Tal vez no me atrevería a decirle nada. O quizá: que trate de alcanzar a no poder distinguir entre la poesía y el hombre. Que no se trata de encontrar una receta para el miedo, sino de transformar el propio miedo en la dolorosa alegría de crear”.
Cierro este homenaje volviendo al poema con el que conocí a Roberto Juarroz, publicado en la revista Vuelta (febrero de 1987):
¿Qué le quita el árbol a la mirada?
¿Qué le quita la mirada al árbol?
¿Qué queda de uno en otro?
Ni siquiera somos capaces
de recoger un grano de polvo
de aquello que pasa a nuestro lado.
Pero, por otra parte,
¿hay alguien que recoja un grano de polvo
de quienes pasamos
al lado de todo?
Nos miramos,
nosotros y las cosas,
y hasta quizá nos reconocemos
como estatuas de sal.
Ancestrales automatismos
nos ubican a unos junto a otros.
Todos pasamos.
Pero nadie es capaz de detener un color o un perfume,
de recoger el movimiento de una hoja o un párpado,
de conservar nada más que hasta mañana
el brote de una pequeña armonía.
Nada detiene nada,
ni aun adentro de sí mismo.
Y el viejo sueño es ese: detenernos.
Que alguien o algo nos detenga.
Porque ni aun la muerte nos detiene:
tan solo nos destruye.
Hace treinta años, en 1995, la muerte (en efecto) intentó detener la trayectoria poética de Roberto Juarroz, pero no pudo. El 5 de octubre celebramos un legado de vida y agradecemos esa “dolorosa alegría de crear”.
AQ