En una ocasión sin saber por qué o para qué me introduje en un túnel que parecía un laberinto; por más que yo a tientas avanzaba no alcanzaba a vislumbrar una salida. Todo era semioscuridad. Lancé un grito pidiendo ayuda. Transcurrieron segundos eternos. Me respondió una voz de mujer, casi un murmullo pegado a mi oído: “Quizá sólo estás siendo Alicia del otro lado del espejo, o tal vez seas el retorno a la infancia; todo lo que tienes que hacer para salir de aquí es desearlo. Salir del mismo modo en que llegaste. Consulta tu mente, el rastro en la cartografía de tus deseos”. Enseguida, la voz-murmullo calló. Y yo pensé: “Ahora mismo saldré de este túnel, ¿o será un laberinto?”. Cerré los ojos, y sentí que caía en un abismo. Al abrirlos, me encontré en mi casa, de pie en mi cuarto, y sentada a mi escritorio se hallaba una mujer con un libro abierto entre las manos; leía en voz alta: “Busco tierra firme. / Descubro una configuración geográfica, / un mapa de estrellas y galaxias que flotan sobre el agua; / la ruta de marinos extraviados / que persiguen sirenas y encuentran un manatí / pastando en la pradera”. Era la poeta Ruth Vargas Leyva. Su presencia fue también la sugerencia de una pintura. Esto ocurrió en un periodo de mi vida en que yo no sabía aún que la experiencia de la pérdida o el extravío personal, sean verificables o solo oníricos, pueden tornarse en desafío para volver a materializar lo perdido bajo la voluntad de la forma juntando misterios. Está de más precisar si lo aquí narrado corresponde al tiempo del dormir o a la más cruda realidad. Simple y sencillamente fue.
Entró en mi vista (en mi vida) la poeta Ruth Vargas Leyva hará cosa de treinta años, cuando yo era un estudiante en Tijuana en la Universidad Autónoma de Baja California. Llegó de noche, porque la carrera que yo cursaba entonces, Lengua y Literatura de Hispanoamérica, se cursaba en turno nocturno en una escuela de Humanidades con apenas un par de años de haber sido creada. Llegó de noche Ruth, en compañía de la coordinadora de la carrera, quien nos la presentó al grupo como la nueva maestra de la materia Teoría y crítica literarias. Para beneplácito mío, que tanto gusto del género de la biografía, Ruth en sus clases nos conminaba a leer sobre la vida de escritores. En una ocasión llegó a una de aquellas clases con un libro en la mano: Virginia Woolf: El vicio absurdo, de Viviane Forrester. Llegó, puso el libro sobre el escritorio, se sentó y empezó a hablarnos de la vida de Woolf. Me asombró la pasión con que Ruth hablaba sobre la autora londinense, como en el presente me ocurre cuando la escucho hablar sobre Alejandra Pizarnik o de la cantante Amy Winehouse. Y más me asombró cuando, en aquella ocasión, citó una descripción de Woolf sobre su hermana Vanessa: “hermosa, de perfil griego pero griego decadente”. Nos mostró la maestra una pequeña joya ejemplar de la capacidad escritural de Virginia Woolf para con una sola frase trazar efigie de una persona-personaje.
El tiempo transcurrió. Yo mal concluí mi formación universitaria. Me fui de Tijuana y Ruth y yo no volvimos a vernos durante más de 20 años. Nos reencontramos en el año 2014 y desde entonces no ha cesado el diálogo entre nosotros. En el año de la crisis pandémica contabilicé más de cincuenta llamadas telefónicas entre nosotros. En su compañía he compartido reuniones memorables en Tijuana con otros maestros de mi juventud, poetas y amigos. Y tuve el privilegio, junto con Luis Cortés Bargalló, de haber participado, a petición de Haydé Zavala, en la tan esperada reedición de la emblemática antología de poetas tijuanenses Siete poetas jóvenes de Tijuana, donde Ruth es la única mujer del grupo.
Ruth Vargas Leyva nació en Culiacán, Sinaloa, en 1946, y vive en Tijuana desde que tenía tres años de edad. Economista de formación, se ha dedicado profesionalmente a la docencia y a la investigación derivadas de esta carrera. Y nunca ha puesto tregua a su andar por el camino de la poesía, si bien ha sido en los últimos años en los que su palabra poética se ha visto materializada en mayor medida en varios libros de culminante factura: Los nombres pendientes, Más allá de la niebla, Los días contados, así como la novela corta de raigambre biográfica-genealógica Felicia.
Leo la poesía de Ruth Vargas Leyva, sus libros, y advierto que con ellos debiera disolverse un cúmulo de prejuicios surgidos desde la ya antigua perspectiva y sordera de la cultura literaria centralista, sostenidas estas en el argumento a veces silencioso de una hipotética “literatura de provincia”. “De provincia”, categoría que resulta obsoleta e injusta en tanto que a los libros o expresiones artísticas que así se catalogan se les niega de antemano, al demarcarlos a tal o cual región, la condición universalista que muchos de ellos poseen. “¿Qué piensas sobre ese calificativo, ‘de provincia’?”, le pregunté recientemente a la poeta.
—Puede ser hasta ofensivo —me respondió.
—Y discriminatorio —agregué.
Leo la poesía de Ruth Vargas Leyva y luego la recuerdo y entonces pienso en cómo opera en conjunto estableciendo un orden, sea en alusión a vida o muerte, un orden en la índole atómica del lenguaje. Además de los claros rumbos cartografistas que su poesía a veces emprende por los ámbitos del conocimiento, la ciencia, por los de la auscultación de la existencia citadina, en el augurio de un probable final de la especie humana, Ruth Vargas Leyva nos recuerda también que el dolor pregunta siempre por la causa y a la vez nos recuerda que, como expresó el escritor Néstor Sánchez, la respuesta de causas está siempre diciéndose desde afuera, desde ese afuera desde el que irrumpe la poesía, fuera de toda anécdota, o de toda ficción, aunque entrelazada de ser necesario con esta y otra molécula de percepción poética del mundo y de los enigmas surgidos desde la historia. En su libro Más allá de la niebla escribió:
La isla Clipperton es parecida a una isla fantasma. Aislada en la soledad del Océano Pacífico, rodeada de poderosos arrecifes, a 1200 kilómetros de tierra firme; de origen volcánico y coralino, con arenas de un intenso color rojo naranja. Llamada en 1526 Isla Médanos por marineros españoles, denominada por un pirata inglés Clipperton en 1705, Isla de la Pasión. Adjudicada a Francia en 1931 por el arbitraje de un rey de Italia. Una isla de mito y de tragedia, que no aparece en el mapa, un territorio mutilado cuya existencia nos lleva a una isla fantasma. A la percepción de sensación de que el miembro amputado todavía está conectado al cuerpo. Tú también eres un miembro fantasma adherido a mi cuerpo. Extiendo mi mano para tomar la tuya y en el horizonte veo una nube fija, debe ser una isla. Tu isla.
El dolor de la pérdida y el extrañamiento. La presencia ausente, pero tenaz como un fantasma.
Hace algunos meses pregunté a bocajarro a la poeta: ¿qué es para ti el dolor? ¿Cómo has vivido el dolor de la pérdida por muerte? (se lo pregunté después de haber leído un post de ella en Facebook en memoria de su hijo fallecido en plena juventud años atrás). Me respondió: “es como si cargara una urna de cenizas cerca del vientre”.
En una carta fechada el 20 de noviembre de 2018, Ruth Vargas Leyva me compartió:
He tenido un sueño toda mi vida. Una ciudad que recorro. Conozco sus calles, sus casas, el peso del aire. Nunca he visto un habitante. Solo yo la recorro y sin embargo me es tan familiar como un mundo alterno. Busco una caja cuyo contenido ignoro. No hay una reflexión racional para ello, solo la vivencia de que es posible de que, en una dimensión del tiempo, haya existido la ciudad, y yo en ella. La posibilidad de que mi mente haya imaginado esa ciudad, y me haya imaginado a mí, extraviada y ajena a esa otra realidad, con un propósito.
A veces he fantaseado con que la ciudad soñada por Ruth fuera nuestra querida ciudad de Tijuana, pero no, porque nunca ha visto en su ciudad onírica un habitante. En cambio, busca una caja cuyo contenido ignora. Entonces imagino que en el interior de esa caja pululan enigmas, mapas, pequeños océanos de incertidumbre, que, con el sentido gregario que desde la desolación misma caracterizan a algunas de sus composiciones, se incorporarán a la palabra de la poesía de Ruth Vargas Leyva. O quizá ya ocurrió ese hallazgo y la poeta ha encontrado esa caja de sueño y ha recreado su contenido y lo ha desplegado en imágenes, casi mántricas algunas de ellas, en el periplo o navegación personal emprendida al filo de las funestas circunstancias para el género humano durante el periodo pandémico:
Los coyotes recorren San Francisco.
Un puma en Santiago de Chile contempla el
amanecer.
Un jaguar despierta en Tulum.
Los venados del parque Nara buscan comida.
En Lopburi cien monos hambrientos
protagonizaron una feroz pelea por una banana.
Patos silvestres cruzan la calle en Adana.
Ciervos recorren el Este de Londres.
En las playas vacías
las tortugas ponen huevos a mediodía
y en la noche una zarigüeya sueña a otra zarigüeya.
En el buzón hay un nido de pájaros.
El último de mis sueños donde apareció Ruth Vargas Leyva fue premonitorio literariamente. Soñé que hablábamos por teléfono. Nuestro diálogo estaba cruzado por temas reiterativos en las conversaciones que acostumbramos tener en la vigilia: siempre la ciudad de Tijuana, sucesos cotidianos, vidas de escritores, nuestro gusto por los animales, la obra de poetas mujeres, la condición de vulnerabilidad constante en la vida de algunos artistas amigos, informaciones sobre la mención de ángeles en obras tan alejadas en el tiempo como lo son La divina comedia, o la obra de Elias Canetti. El diálogo que yo soñaba se vio interrumpido por un silencio súbito de parte de Ruth. Le pregunté qué ocurría. Y me respondió: “¿te acuerdas de esto?” Le respondí: “¿de qué?” A lo que contestó: “Alejandra alejandra debajo estoy yo Alejandra”. Por supuesto, estaba diciendo el breve poema “Solo un nombre” de Alejandra Pizarnik. Yo ya sabía del gran entusiasmo y admiración que a la poeta Ruth Vargas Leyva le suscita la obra de la poeta Alejandra Pizarnik. Aquí lo premonitorio del sueño radicó en que dos semanas después Ruth me anunció que había terminado de escribir un nuevo poemario en el que incursiona en la figura de Pizarnik y tras la lectura de cartas, diarios y notas de esta toca algunos aspectos de su biografía, que como ya se sabe a la poeta argentina le obsedía ponerle punto final mediante su propósito de autoeliminarse.
Ruth Vargas Leyva me compartió el manuscrito con poemas inspirados por vida, muerte y escritura de Pizarnik, El borde filoso de la noche. Lo leí. Me dio a conocer un alma y su noche debajo de las máscaras de Pizarnik: piezas desgajadas de un osario iluminado, el cuerpo convertido en barca ansiosa de todos los adioses, la aguja que pincha el globo de goma del pensamiento en atroz soledad, una catedral hecha sueño y hecha falo, una mujer debajo de su nombre y ella encimándose a su propia muerte. La asunción del tan añorado final de Pizarnik, el desenmascaramiento de su vacío, la victoria íntima e inútil de poner un punto final, a fin de restablecer la circulación de la vida tal vez en la memoria. Al terminar de leer El borde filoso de la noche pensé: Ruth Vargas Leyva ha abierto el buzón secreto en la vida y obra de Pizarnik. Estaba lleno de pájaros que añoraban la libertad del vuelo.
¿Con qué figura simbólica tarótica se corresponderá la obra y persona de Ruth Vargas Leyva?, he preguntado recientemente al tarot de Marsella. Con La Estrella, me respondió el arcano mismo. Observo la carta. Una mujer aparece en ella, desnuda, bajo un cielo estrellado, y sosteniendo jarras con agua; una la vierte sobre una corriente o un río, la otra la vierte en la tierra de la orilla: reforestando el tiempo. Irrefutable respuesta, pensé, la carta La Estrella: he aquí “un ser humano en su verdad”.
De un tiempo a la fecha, Ruth Vargas Leyva saluda al mundo con posts en Facebook que son textos (breves poemas, en mi opinión) que apelan por la gregariedad, por la revelación a diario y por la resistencia ante la desesperanza. El post de hoy 13 de octubre de 2025 dice así: “Aquí estamos, al borde del silencio porque hay palabras que se escuchan sin ser nombradas, enredadas en la lengua como una soga que se tensa, como una verdad no revelada”.
Cuando quiero saber algo sobre la actualidad tijuanense, le llamo por teléfono a Ruth. Cuando dudo sobre la pertinencia de tomar tal o cual decisión de noche le llamo por teléfono a Ruth. Cuando he terminado de pintar un nuevo cuadro le llamo por teléfono a Ruth.
También hemos hablado sobre lo que las palabras no alcanzan a decir. Conticinio es una palabra que ambos hemos utilizado con frecuencia.
Un poema de Ruth Vargas Leyva
Siempre haces el amor por primera vez,
siempre tienes esa fugaz felicidad que te consume,
que se diluye al día siguiente
como las ondas de orgasmo,
como el calor de otro cuerpo
que se extingue.
Palabras como bisturíes.
El deseo de escribir un libro
como Aurelia, de Nerval.
Urgencia de llegar a ninguna parte.
cuando piensas
que nada te fue dado en esta tierra
donde no quieres morir
una tarde trivial y anodina,
excluida entre los excluidos
como Baruch de Espinoza,
excomulgada como Jericó.
Escribir
y curar el poema
antes de que llegue la muerte
que revela el desorden del universo,
antes de que te curen la herida
que no cierra.
AQ / MCB