La jaula con barrotes de cristal
En el Tratado elemental de Botánica de Manuel Ruiz-Oroñoz (editorial Porrúa, 1964) se afirma que “El maguey es un agave (del griego agauos, magnífico, soberbio). La mayoría de los magueyes del pulque (Agave americana, Agave atrovirens) crecen en el altiplano mexicano. Sus hojas suelen formar una roseta; a menudo son muy grandes, anchas y carnosas, sésiles, sin pedículo ni peciolo, cóncavas, gruesas, jugosas, fibrosas, rodeadas de espinas, se terminan por una larga aguja sumamente acerada, terriblemente resistente. Cuando está a punto de florecer después de diez años de crecimiento, antes de que salga un tallo de hasta cinco metros de altura, con una flor en su extremo, se hiende su bulbo para sacar un jugo ácido y levemente azucarado, el aguamiel que, una vez fermentado, da el pulque”.
En náhuatl, la lengua del altiplano central, la espina acerada con la que terminan las hojas del maguey se llama huitzi. Algo extraño si se piensa en Huitzilopochtli, el colibrí que guió la migración de los mexicas de Aztlán hasta Tenochtitlan, donde se volvieron los aztecas. Lo cual me lleva a decir que las hojas del maguey —aquellos del altiplano— eran similares a plumas.
En el Libro de los enigmas que integra el Códice Florentino, se lee lo siguiente: “¿Qué cosa señala el cielo con el dedo? —La espina del maguey”. Bernardino de Sahagún añade: “Se dice que Quetzalcóatl hacía penitencia picando sus piernas con espinas de maguey. Es el origen de la costumbre de los sacerdotes y ministros de los ídolos mexicanos. La ceremonia de autosacrificio inaugurada por Quetzalcóatl entró en el universo de los aztecas.
“Los sacerdotes se levantaban pasada la medianoche e iban totalmente desnudos a buscar las espinas de maguey, todavía unidas a la pulpa de las hojas, que habían recogido el día anterior; se practicaban pequeñas incisiones en las orejas con pequeños cuchillos de piedra y mojaban la punta de las espinas de maguey en la sangre derramada. Se cubrían el rostro con sangre. Cada cual mojaba en la sangre el número de puntas de maguey que su devoción exigía, algunos cinco, otros menos o más. Después de lo cual, los sacerdotes y ministros de los ídolos nadaban en el agua, sin importar el frío, y hacían sonar caracoles marinos y silbatos de barro”.
El escritor y geógrafo André Thevet relata en su Hystoyre du Mechique: “…Los dioses dijeron para sí… ‘Y aquí el hombre será muy triste si no hacemos algo para que le tome gusto a la vida en la tierra y nos alabe, nos cante y nos baile’. Ehécatl, el dios del viento, oyó estas palabras y procuró encontrar un licor que ofrecer a los hombres para regocijarlos. Entonces se acordó de una diosa de la fertilidad llamada Mayáhuel y fue por ella. La encontró dormida entre sus hermanas que cuidaba la abuela Cicimitl. La sacudió y le dijo: ‘Vengo a buscarte para llevarte al mundo’. Apenas arribaron a la tierra, se transformaron en un árbol de dos ramas, la primera, quetzalhuéxotl, era la de Ehécatl, la segunda, xochicuahuitl, la de la virgen.
“Cuando sus hermanas y la abuela advirtieron la desaparición de Mayáhuel, bajaron a la tierra y la abuela reconoció a su nieta en una de las dos ramas del árbol; la rompió en pedazos que dio a comer a las hermanas. No tocó la rama de Ehécatl y la dejó indemne. Luego que las diosas se hubiesen vuelto al cielo, Ehécatl recobró su forma, recogió los huesos de la virgen, los enterró y de allí salió un árbol —el maguey— del cual los hombres sacaron el vino que se bebe y embriaga”.
En la Hystoyre du Mechique de André Thevet, traducción parcial de la obra perdida Antigüedades mexicanas de fray Andrés de Olmos, se lee también: “Otros dicen que la tierra fue creada de la siguiente manera: dos dioses, Cacóatl (Quetzalcóatl) y Tezcatlipoca, bajaron del cielo a la diosa de la tierra, Atlalteutli (Coatlicue), que estaba llena de ojos y de bocas en las coyunturas; mordía como una fiera y, antes de que tocaran tierra, había agua sin que se supiera quién la había creado, y la diosa caminaba sobre ella”.
Alfredo López Austin, en el artículo “El monolito verde del Templo Mayor”, publicado en 1979 en Anales de Antropología, le hacía decir a la diosa Mayáhuel representada en el momento de su muerte: “De su corazón, tal el hijo más querido, surgió Ome Tochtli —Dos Conejo—, el principal dios del pulque. Lo cual es lógico: cuando se corta el tallo florecido, se recoge el aguamiel, el cual, fermentado, dará el pulque. Mayáhuel tiene un espejo sobre su vientre; el espejo representa la Tierra en general, como un gran disco de agua que desprende vapores”.
López Austin escribe que sugiere una fusión iconográfica entre el espejo terrestre y el cuenco del maguey (su bulbo vaciado) que produce el aguamiel. Existe una ambivalencia en el monolito verde del Templo Mayor descrito por López Austin: ¿Mayáhuel o Tlaltecuhtli (Atlalteutli, Coatlicue)? Ambas, asegura López Austin antes de proseguir: Mayáhuel está ligada a la luna. Tierra, luna y maguey se representan en un recipiente lleno de un líquido que puede ser agua y vapor, lluvia, leche, pulque.
A menudo la luna se representa como un cuenco con agua o pulque y, nadando en el agua o el pulque, un sílex, un conejo o un caracol. Bajo cualquier forma, terrestre o lunar, el maguey manifiesta su riqueza en el líquido que produce a partir de su muerte. “Como la luna en el cielo pasa de la vida a la muerte para luego renacer, sobre la tierra, el maguey muere y renace pulque”.

Un reino en las rutas
…Magueyes destrozados, hijos de la San Nicolás, despedazados, cortados en trocitos, en salmuera, rodados en toneles, abandonados en los andenes de aparcamiento de las estaciones, detenidos al borde de los abismos de la calle, de la carretera, magueyes de los suburbios, tras los muros, sin aguamiel, sin pulque, detenidos para siempre, despreciados, espléndidos en la luz del fin del mundo, majestuosos, sobrios, inteligentes, desvanecidos en la luz del crepúsculo matinal, mercuriales; toda la ciencia de la geometría está en sus brazos espinados, magueyes beat en la carretera, extraviados, arrojados al polvo, elegantes, campeones de la elegancia. Tal vez, la elegancia misma. “Niños que allí duermen / Soy el gran San Nicolás. / Y el gran santo levantó tres dedos: / Los tres pequeñitos se levantaron juntos… / Érase una vez tres niños/ que se iban a espigar en los campos”.
Tengo miedo. No huyo y tengo miedo. Frente a la escapada tentadora, hay cárceles en las piedras, los guijarros, la basura, las botellas de plástico, los neumáticos recuperados, las huellas del cuchillo, el vulgar en una moto, Diego en las velas. Mírenlos, los condenados a perpetuidad, los prisioneros anónimos, los encarcelados famosos. Los magueyes dan vueltas en el patio, malencarados, con o sin cadenas en los pies, vestidos con el traje reglamentario en piel satinada del maguey prisionero. Nada en los bolsillos, cada hoja se despliega, por pura generosidad, cada hoja se despliega con pasos de un baile que no quema las etapas, que inventa otros ángulos fuera de los ángulos conocidos, algunos agudos, otros obtusos, triángulos, otros más, isósceles, escapando, en forma de pera, en forma de bombas de la Primera Guerra Mundial, palpitantes, opacos después de haber sido transparentes, huyendo de las preguntas, maldiciendo las respuestas, desplazándose únicamente a vuelo de pájaro. Se exponen a la luz, una luz interpretada. Un flujo a la altura del ojo. En el patio de la cárcel, cada maguey devuelve la luz a la luz. Magueyes iluminados, magueyes iluminadores. Las hojas del maguey son los brazos de la araña de cristal que cuelga del cielo. Los magueyes retratados por Pablo López Luz dan lustre a la luz.
Los aztecas asociaban el conejo con el pulque. El conejo, estrechamente ligado a la luna, representa la embriaguez y la exuberancia sexual…
Leyenda: después de que 4 Sílex cayera en la ceniza de un fuego de cuatro años —la hoguera divina—, fallando la creación del sol, se volviera luna, un dios del pulque, Papaztac, molesto por sus vacilaciones y su cobardía, le lanzó un conejo en pleno rostro –por eso se advierte en la superficie de la luna la sombra oscura del choque del conejo.
Un día de bodas, en el estado de Hidalgo, caí en el pulque. Era un túnel sin fin de lágrimas. Una caída resplandeciente… Las hojas de puntas aceradas se habían vuelto contra mí. Erré en un interminable canal de llantos subterráneos… Pulque blanco, pulque azul, pulque en los ojos…
De las paredes del túnel se filtraba una baba tibia; esta baba tibia me conectaba con las mujeres de la casa, creía que todas eran mías, las quería abrazar a todas. Me tuvieron que sacar de la casa. Afuera, antigua canción, yo señalaba el cielo con un dedo y me preguntaba de dónde había caído, desgarrado y herido, pedía sangre y corazones, candor… me preguntaba si no debía, como ellos, como los magueyes, bamboleando bajo el vasto cielo estrellado, sin destino fijo, descalzo, con los pantalones rotos, tal vez sin calzones, descalzo y con las nalgas al aire, si no debía partir a la búsqueda de mi yo oxidado.
“En el principio era la imagen” había proclamado el pintor danés Asger Jorn en los años sesenta del siglo veinte. Parecía una provocación. Pero todo es imágenes en el mundo amerindio. Los antropólogos las interpretan. Las imágenes, al igual que el sol, transitan por el infierno, la noche.
Conocen una revolución, sirven, mueren y ahora renacen. La imagen del maguey mudó de la piedra de los templos al papel de los códices, del papel de los códices al papel fotográfico. Otro ojo. Otra mano. Una manera de distancia que es la nuestra. Se aprende a mirar, de nuevo. Las leyendas quedan atrás de nosotros. Dar a ver, fingiendo que uno no interviene. Señalar. Un número de adiestramiento de pulgas. ¿Los ven? Vamos… No hay escenas propiamente dichas, nada de subtítulos. Magueyes, pulpos terrestres, cardúmenes de peces, nidos de plumas.
…Magueyes a la puerta de las cabañas. Magueyes sobre las carreteras. Magueyes derribados, magueyes en harapos… Magueyes mendigando de puerta en puerta, de muro en muro… Magueyes bajo cobijas… Magueyes con gruesos zapatos desclavados, zanganeando. Magueyes remendados…
Magueyes desembriagados. Pienso en la Gran Depresión de 1929 en los Estados Unidos retratada por Dorothea Lange y Walker Evans. Pienso en las familias vestidas de harapos en las puertas de sus cabañas de madera o en las carreteras, hombres, mujeres, haciendo cola en los puestos de sopa popular del país.
Magueyes. Como arañas, magueyes como las fuentes talladas en la piedra blanca del palacio de Versalles. Un día, mientras deambulaba por las avenidas de sus jardines, Luis XIV, hombre culto, difícil de sorprender, había tocado con el dedo la punta acerada de una hoja esculpida y había exclamado, después del Códice Florentino: “Hay brazos, hay hojas, hay espinas, hay senos de maguey, hay un centro, nalgas, pelos de maguey, hay raíces de maguey, hay un tallo florecido, hay un sudor de maguey, miel, jugo, fibras…”. Magueyes tenaces frente al gris. Magueyes del último sol.

AQ / MCB