Cultura

Las infinitas caras del mal

Ensayo

Para la filosofía no existe un solo tipo de mal. No es algo absoluto, identificable con claridad, con existencia propia. El mal es causa de sufrimiento, dolor, destrucción, muerte.

Lazarus Morrel promete a esclavos de las plantaciones de algodón llevarlos al norte, donde pueden ser libres. Quién le cree firma su condena, en el camino los vende a nuevos amos. Las autoridades persiguen a Morrel, se le acusa de robo y fraude, aún no es un delito el maltrato o tráfico de personas. Cuando Lazarus está acorralado organiza una revuelta de esclavos, se convierte en héroe, así busca eludir la ley. “El atroz redentor Lazarus Morrel”, de Historia Universal de la infamia, de Jorge Luis Borges ¿es distinto de quienes llevan hoy a sus huestes a la guerra?

Sebastián de 14 años, en Gómez Palacio, Durango, trabaja haciendo mandados, es autista, es septiembre de 2025. Con su ingreso aporta a la manutención de su familia. Tres adultos lo miran: Dante, Isaac y Uriel, están en una panadería, juegan con una pistola propiedad de Isaac. Les parece divertido someter a Chechito, como llaman con “cariño” a Sebastián. Lo usan para jugar ruleta rusa. Isaac y Uriel sujetan al pequeño. Isaac le detiene los brazos en la espalda y ofrece el pecho de Sebastián a Dante. Este le pone el arma a la altura del corazón, los hombres ríen ante el terror del pequeño. Dante activa el arma varias veces, no se dispara, es un juego, pero por fin detona. La bala atraviesa a Chechito, muere al instante, el proyectil se aloja en el vientre de Isaac. Los familiares de los adultos declaran a la prensa: “fue un accidente, no son asesinos, solo estaban jugando”.

En febrero de 1993 Londres y el mundo se estremecieron: dos niños de diez años secuestran a otro pequeño de dos, lo torturan y asesinan.

En el pueblo de Tenancingo, en Tlaxcala, México, jóvenes varones aprenden todo acerca de cómo enamorar mujeres. Durante generaciones ha sido una tradición familiar enseñarles, con minuciosidad, el arte de la seducción. Enamorar chicas es un placer, pero sobre todo un negocio muy rentable. Las jóvenes, enamoradas, facilitan su secuestro, después las venden en prostíbulos de todo el país y Estados Unidos.

Mientras escribo esto mis amigos me mandan videos de niños sufriendo en Gaza. Me entero: la flotilla Samud fue interceptada, la guerra continúa. No son solo historias actuales, datan de todos los tiempos, los ejemplos son inagotables. ¿Qué tienen en común? Las víctimas dejan de ser vistas como seres sintientes, como humanos, se les trata como cosas. Se convierten en medios para obtener un fin: placer, recursos, riqueza, poder, las motivaciones son infinitas.

Los individuos como ustedes y como yo ¿podemos hacer algo?, ¿existe algún ser humano inmune al mal, invulnerable, que haya salido ileso?, ¿reconocemos algún momento de la historia donde la coexistencia pacífica haya sido posible?, ¿hubo alguna época donde en armonía con la naturaleza nos hayamos sentido en el paraíso? Preguntar a qué le llamamos mal y cuál es su origen ¿es superficial?

Algunas respuestas desde la filosofía occidental

Mi madre suele decir sobre sus enfermedades: “ya no aguanto mis males”, los delincuentes y algunos líderes políticos nos parecen malvados, mucha gente cree: hay personas buenas y malas, las desgracias provocadas por fenómenos naturales también las consideramos males. Es común llamar mal a un daño, ofensa, calamidad o injusticia. El mal nos parece más claro si lo identificamos como contrario al bien, pero ¿es evidente qué es el mal?

Para la filosofía no existe un solo tipo de mal, o lo malo. No es algo absoluto, identificable con claridad, con existencia propia. El mal es causa de sufrimiento, dolor, destrucción, muerte. Algunas formas como el mal se presenta en nuestras vidas son: el mal metafísico, moral y natural. El mal metafísico son hechos ajenos a nuestra voluntad, abstractos, no tienen autor. Un caso, tenemos todo ajustado para llegar a esa cita de trabajo importante, salimos con anticipación, pero un tránsito inusual detiene el tráfico, nos demoramos, no hay a quien culpar. El mal moral es consecuencia de nuestras acciones, o bien, sufrimos los actos de otros. Hacemos algo con la intención de hacer daño, perjudicamos o recibimos una afectación. Va desde una broma de mal gusto, como quitarle la silla a quien quería sentarse, hasta proporciones catastróficas como tortura, asesinatos, genocidios. Por último, el mal natural, en él no hay intención humana, las fuerzas de la naturaleza nos arrasan: un sismo, enfermedades, un huracán. Contra el mal metafísico o natural el esfuerzo se concentra en cómo enfrentarlos. En cambio, el mal moral es difícil de reconocer, es intrincado, cuesta delimitarlo, en él me centraré.

Algunas de las grandes discusiones filosóficas buscan comprender cuál es la naturaleza del mal desde la voluntad humana. Hay decenas de teorías sobre si es instintivo o fruto de la ignorancia, si surge de circunstancias adversas, la cultura, el entorno social. Nos preguntamos ¿los seres malvados nacen o la sociedad los crea?

Hagamos una revisión rápida de algunos supuestos, para Sócrates y Platón: quién actúa mal desconoce qué es el bien, por ignorancia no reconoce cómo, al hacer el mal, se perjudica. Aristóteles en parte estaría de acuerdo, pero agregaría: reconocer las consecuencias de nuestros actos es una virtud, se desarrolla, requiere práctica. San Agustín identificó: el mal no tiene existencia propia, surge de la capacidad de elegir, nos equivocamos. Santo Tomás de Aquino haría esta precisión: el mal no es ni una fuerza interna, ni algo externo, no somos poseídos por seres infernales, ni malos por naturaleza. Se aprende a actuar bien.

Immanuel Kant fue más allá, propuso un concepto indispensable: “el mal radical”. Lo definió como la tendencia natural de cualquier humano de anteponer sus intereses personales por encima del bien de otros o del bien común. Para Kant, el mal radical es un acto intencional, consecuencia de la libertad humana y la ignorancia. Para erradicarlo, propuso practicar la ética. ¿Cómo? Preguntándonos: ¿lo que hago sería deseable que lo hagan todos, podría ser un principio universal?, ¿mi acto es benéfico para todos o solo para mí? A esa práctica la llamó “imperativo categórico”. El razonamiento es sencillo pero difícil de asimilar: lo bueno para el mundo es indispensable para mi supervivencia. Hacer el mal, elegir solo mi interés sin conciliar con todo lo vivo, es perjudicarme. Así empieza la corrupción: al escoger la satisfacción personal, momentánea, sin ver las repercusiones en mi persona y en los demás. Kant advierte: evaluar, frenar los impulsos, son actos de supervivencia. Sin práctica ética vamos a la destrucción de todo, y en ella, de nosotros mismos.

La postura de Friedrich Nietzsche fue un desafío. Cuestionó sin tapujos los valores morales heredados del cristianismo. Argumentó por qué el mal es una construcción social con el fin de controlar a los seres humanos. Los valores tradicionales son normas para sostener los sistemas de poder. Nietzsche propuso como formas de afirmar la vida: revaluar, pensar cuál es el contenido de los valores, antes de aceptarlos o defenderlos.

En el siglo XX, Hannah Arendt nos obligó a reconocer al mal como algo más íntimo. Nos abrió los ojos: cualquiera puede cometer actos atroces si renuncia a la capacidad de pensar en las consecuencias de sus acciones, si se abstiene de manifestar su desacuerdo. En su obra Eichmann en Jerusalén acuñó el término “banalidad del mal”. Explica cómo personas comunes, al seguir órdenes sin reflexionar, se convierten en corresponsables de daños monumentales. Obedecer, ser parte de un engranaje para ganar dinero para la subsistencia, no nos exime de responsabilidad. La reflexión de Arendt obliga a reconocer de manera profunda por qué es irrenunciable la necesidad de discernir, incluso en las situaciones ordinarias y cotidianas. Abandonarnos a la inercia, actuar como todos, ser indiferentes y proceder con negligencia deshumaniza.

El mal es un fenómeno complejo, no existe por sí mismo, no es una fuerza capaz de colonizar cuerpos. El mal es un concepto, varía en cada época, cultura y espacios. Se configura con base en creencias, ideologías, prácticas culturales y el entorno social. Pero también es el impulso de colocarnos por encima de los demás, privilegiar nuestras necesidades, intereses y deseos. No es comparable robar un pan por hambre con planificar un genocidio o justificar una guerra. Las causas del mal son multifactoriales. El mal tiene dimensiones y proporción, varía en cada circunstancia.

La forma cómo comprendemos el mal cambia sin cesar. Existen quienes tienen la intención premeditada de lastimar, obtienen beneficios mediante el abuso, logran el monopolio del poder y privilegios, pero no alcanzan sus objetivos solos. Los daños descomunales se gestan con la colaboración de millones de hombres y mujeres sin capacidad, deseo o voluntad de examinar la trascendencia de sus acciones cotidianas. Hay cosas al alcance de nuestras manos en otras no tenemos injerencia. Estamos sujetos a mil factores fuera de nuestra voluntad, pero hay un margen para la acción y el cambio: las decisiones. Nos preguntamos ¿para qué y por qué decidimos una cosa u otra?

La mente como fuente del mal

La mente es un misterio, sabemos poco de ella. Consideremos algunos botones de muestra. De un modo muy general para Sigmund Freud el mal surge de impulsos reprimidos, de los deseos y emociones inaceptables para la sociedad, de sentimientos de impotencia encapsulados en el inconsciente al sufrir situaciones donde sentimos un daño profundo. Cuando no expresamos por medios positivos el dolor, el miedo, la frustración, etcétera, encuentran salida de formas insospechadas. Nuestro ser está en conflicto continuo con las normas para ser aceptados. ¿Quién no se ha sorprendido deseándole lo peor a alguien? porque nos hizo daño o se opone a nuestros deseos.

Para Carl Jung, el mal es parte de lo que llamó la sombra. Todos tenemos una sombra, este concepto implica dos aspectos: el primero es el inconsciente y, el otro, los rasgos de la personalidad que no reconocemos como propios, lo que nos avergüenza o asusta. Si ignoramos la sombra le damos poder, la proyectamos en los demás. ¿Cómo? Demonizamos en otros nuestras conductas. Justifico mi forma de proceder, si lo hago yo está bien, pero soy implacable con los demás. Nos molesta profundamente si alguien grita al estar enojado, le pedimos serenidad, pero si nos ofenden, a veces también lo hacemos. Reconocer nuestra propensión a conductas negativas nos vuelve tolerantes con los demás.

La psicología, las neurociencias, coinciden en señalar psicopatías. Es decir, condiciones biológicas, genéticas, que nos vuelven proclives a tener conductas antisociales y, en algunos casos, a hacer daño, pero no son determinantes. Cuando nacemos el cerebro aún no está formado en su totalidad. El lóbulo frontal termina de desarrollarse entre los veinticinco y treinta años. En él residen las funciones y facultades cognitivas superiores para regular el comportamiento. Esa región del cerebro es responsable de la planificación, organización, y ejecución de conductas dirigidas a lograr metas. Si crecemos en un clima de violencia, somos víctimas de abuso, y en el entorno lastimar a otros seres vivos es una práctica cotidiana, esas formas de relacionarnos se incorporan a nuestro organismo como referentes válidos, moldean conductas e inciden en decisiones.

La relación con nuestra vulnerabilidad detona el mal

La vida es frágil, la amenazan infinidad de factores. La subsistencia depende de equilibrios endebles. Vivimos con miedo por esa fragilidad: somos vulnerables. Podemos morir, extinguirnos como especie o seguir vivos mientras padecemos daños irreversibles. Nos enfrentamos al mal en las tragedias personales y en las catástrofes mundiales.

La agresividad es una respuesta instintiva, emocional, para defendernos o escapar del peligro, para proteger la integridad física, moral o de nuestros bienes. En cambio la violencia es un acto deliberado de hacer daño, para controlar o someter a una persona o grupo, es un ejercicio de poder. La agresividad es inherente a la preservación de la vida, la violencia se aprende, la construimos socialmente, también nace de traumas y emociones reprimidas. Todos somos corresponsables de la violencia.

Un niño empuja a otro, quiere recuperar su juguete, es agresividad, puede aprender a gestionar esa emoción y conciliar. Un padre golpea a su hijo, le grita, para infundirle temor y obtener una conducta deseada, es violencia; intimida, somete gracias a su poder y superioridad sobre el menor. En Un apartamento en Urano Paul Beatriz Preciado lo dice de un modo demoledor: “Me di cuenta de que cuando socialmente no percibes la violencia la ejerces”.

El problema de pensar en términos de bien y mal es lo indefinido de ambos principios, no ofrecen un andamiaje firme para la resolución de conflictos. Juzgar qué es el mal o quién actúa mal está sujeto a interpretaciones, depende del contexto y mil factores más. Las ideas de bien y mal son insuficientes si nuestra intención es comprender las causas de un daño, detenernos cuando tenemos la tentación de gozar de privilegios, conciliar diferencias o encontrar caminos para el bienestar.

Aproximaciones al mal en algunas religiones y culturas

Las religiones aportan una interpretación del mal con enorme influencia. Dictan normas de conducta y referentes morales. Influyen en cómo enfrentamos eventos de todo tipo. El cristianismo asocia al mal con el pecado, pecar es la transgresión voluntaria y consciente de la ley divina, con pensamientos, palabras o acciones. En el judaísmo el mal también se relaciona con desobediencia y alejamiento de los mandamientos divinos.

Los musulmanes creen en el mal como una prueba para la humanidad, su lucha contra él es parte esencial de su vida espiritual. El concepto yihad tiene múltiples interpretaciones, es frecuente encontrar su traducción como guerra santa, pero su etimología lo vincula más con el esfuerzo de combatir las propias inclinaciones negativas. El tema es intrincado, suscita polémica.

Otras religiones, como el budismo, no hablan del mal, sino de causas de sufrimiento. La falta de disciplina de la mente y el desconocimiento de sus formas de actuar nos hace padecer. El mal no es algo externo, es una condición interna, se puede superar mediante sabiduría y práctica de la compasión. En el hinduismo actuar desde la ignorancia, el deseo o el apego nos hará daño, porque todo ser está sujeto a una ley de causa y efecto: el karma. Nosotros gestamos las causas de lo negativo y positivo en nuestras vidas.

También hay culturas dónde el mal no existe, por ejemplo las mesoamericanas. Para los mexicas Ometeotl, “dios de la dualidad” o “dios dos” en náhuatl, representa la unidad suprema de los opuestos. Es una energía abstracta y sagrada, origen de todo, se manifiesta como dualidad, unidad entre lo masculino y femenino, la creación y destrucción, es la coexistencia en equilibrio de los opuestos. Fue muy difícil para los pueblos mesoamericanos comprender el concepto del mal europeo. Ellos temían a los desequilibrios cósmicos, sociales e internos, pero lo vivían como parte de la vida. Algunas culturas de África y Oceanía comparten principios semejantes.

Sí, el mal tiene infinidad de interpretaciones, pero eso no implica estar condenados al relativismo y aceptar cualquier forma de proceder como válida.

El peligro de no pensar por nosotros mismos

Todos somos capaces de cometer actos atroces bajo ciertas circunstancias, lo demuestran estudios sobre obediencia y presión social. Trascender las categorías de bien y mal, para asumir la responsabilidad de cada uno de nuestros actos, es la posibilidad de enfrentar y combatir sus consecuencias.

El mal tiene dimensiones filosóficas, religiosas, psíquicas, políticas, sociales, mil y una aristas. Aún no somos capaces de organizarnos dando prioridad a conciliar, por encima de reprender, reprimir, recriminar o someter. Demandamos orden, seguridad, justicia, pero sin auto regulación individual, las libertades individuales están en peligro, los gobiernos imponen el orden, usan la violencia.

El reto de identificar y señalar las infinitas caras del mal no es solo reconocerlas a nivel global, también en nosotros mismos. ¿Qué estamos dispuestos a hacer para gozar de paz, bienestar y vivir sin miedo? En las elecciones pequeñas, las de todos los días, lo demostramos. ¿Qué es más importante: mis creencias o una vida?, ¿defender mis principios con armas o conciliar?, ¿ganar y tener la razón o disfrutar de los frutos de la empatía?, ¿criminalizar y encarcelar o buscar formas de comprender y revertir los daños?

AQ

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Laberinto es una marca de Milenio. Todos los derechos reservados.  Más notas en: https://www.milenio.com/cultura/laberinto
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