Río del alma vacía, del harapo y de la sospecha.
René Char, El Sorgue
El río no lleva botellas vacías, envolturas de comida,
pañuelos de seda, cajas de cartón, colillas
y otros testimonios de la noche.
T. S. Eliot, El sermón del fuego
Si el río ha sido la gran metáfora del tiempo,
ahora es la metáfora de un tiempo que escurre
como la saliva de un dios abatido.
Me detengo a la mitad del puente del Río Salado;
la gente que viaja en los camiones
o en sus autos con los vidrios cerrados
me ve como un loco o desahuciado que caerá de cabeza
en el agua de donde brota un vapor de civilizaciones podridas.
Ahí donde huele a mierda, huele a ser —dijo Artaud.
Esta agua no es buena para regar el jardín de Dios,
ni para calmar la sed del infierno.
Este río navega de luto
y echa lágrimas de orinal,
sollozos muriáticos
y flemas de viejos homicidas que se marchitan en las cárceles.
El Río Salado fue sostén de la economía
del antiguo Lambityeco, de gente antigua que extraía la sal de sus aguas
y la comerciaba con otros pueblos.
Ahora no hay sal ni peces filósofos ni algas acróbatas,
sólo este vapor que hace vomitar y maldecir
al payaso de crucero, al indigente y al ladrón de domicilios hambrientos.
Río, metáfora del tiempo, pero realidad cancerígena de la ciudad con murallas de salitre.
Río, eslabón en la cadena de agravios.
Río, manantial de leche corrupta que alimenta la flor del último día.
Río, espejo de obsidiana que refleja el fantasma de la multitud sin ojos.
Río, como El gran hedor del Támesis,
que hizo suspender las sesiones del parlamento británico en 1858.
Río, hijo no de cuencas verdes y blancas
sino de plantas de tratamiento que funcionan mal
y expectoran gargajos de corrupción política.
Como el Ganges que ya no purifica los pecados
y deambula como serpiente ciega.
Como el Mekong y su infierno líquido de arsénico,
como el Danubio que ya no es azul, sino amarillo, ácido y triste.
El Atoyac, atado eternamente a la cintura de Oaxaca,
jardín de fetos,
zapatillas, muñecas y mujeres rotas,
propaganda política, condones como sapos afónicos
y recipientes de sopa
que alimentaron a poetas con mala ortografía.
El río Aqueronte ya no es el mito del Hades
ilustrado por Doré y William Blake.
El Aqueronte se cruza ahora por un puente de fierro y concreto
bajo el sol del mediodía,
sin óbolo triste a cambio
y nos llena los pulmones con el soplo de un dios putrefacto.
Víctor Armando Cruz Chávez (1969) es narrador, poeta y editor oaxaqueño. Es autor de libros de poesía, crónica y cuento como ‘La tinta y el dédalo’, ‘Estaciones sobre la piedra dormida’, ‘Los hijos del caos’ y ‘Vals profano’. Entre otras distinciones, obtuvo el Premio Internacional de Literatura Sor Juana Inés de la Cruz en 2009. Este poema pertenece al libro ‘Ciudad y zozobra’, publicado por FR Editor (Oaxaca, 2025).
AQ