La gastronomía mexicana fue declarada Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad el 16 de noviembre de 2010 por la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO). Con esta declaratoria, se reconoció oficialmente una tradición culinaria ancestral, basada en ingredientes autóctonos como el maíz, el chile y el frijol, y en técnicas de preparación únicas que se han transmitido de generación en generación.
A partir de entonces, esa fecha se celebra en México como el Día Nacional de la Gastronomía Mexicana. No se trata solo de una efeméride, sino de una convocatoria formal a proteger, difundir y promover saberes culinarios que son expresión de la historia y la diversidad del país.
La decisión de la UNESCO no fue casual. Se tomó tras valorar la antigüedad, la continuidad histórica y el profundo vínculo de esta cocina con la identidad cultural. Según el texto, la gastronomía mexicana representa un complejo sistema cultural que involucra prácticas agrícolas, rituales, cocina y modos de vida comunitarios que forman parte del patrimonio vivo del país.
Desde la declaración, el gobierno mexicano ha impulsado políticas para rescatar y difundir la gastronomía. Entre ellas, la promoción de la elaboración de alimentos tradicionales y el desarrollo de rutas gastronómicas que destacan los sabores y platos típicos en las 32 entidades federativas.
Celebrar el Día Nacional de la Gastronomía Mexicana también significa rememorar cómo la mezcla de saberes prehispánicos y europeos dio lugar a una cocina mestiza rica en sabores, variedad de ingredientes y preparaciones reconocidas mundialmente. Se trata, según el texto, de un patrimonio que no solo alimenta el cuerpo, sino que conserva tradiciones, valores culturales y fortalece el sentido de pertenencia.
México es conocido mundialmente por varios platillos emblemáticos que son símbolos de su cocina y cultura. Entre los más reconocidos está el mole, una salsa compleja con múltiples variantes regionales que mezcla chiles, especias, cacao y otros ingredientes. Es una muestra clara de la mezcla cultural en la gastronomía mexicana, con preparaciones e ingredientes que varían según la región.
El chile en nogada es otro platillo icónico, símbolo de la independencia de México. Se elabora con ingredientes que representan los colores de la bandera nacional. Su historia se remonta al siglo XIX y es celebrado tanto por su sabor como por su presentación.
Los tacos, quizá el platillo más popular y difundido fuera de México, reflejan la diversidad regional de ingredientes y preparaciones: desde los al pastor hasta los de carnitas o barbacoa. Se trata, según el texto, de un verdadero emblema mexicano que ha ganado seguidores alrededor del mundo.
El pozole es una sopa tradicional a base de maíz, carne y condimentos que se consume en festividades nacionales, especialmente en Navidad y el Día de la Independencia. Destaca la importancia del maíz como base de la alimentación mexicana.
Las enchiladas, los tamales y la cochinita pibil representan la riqueza de las técnicas ancestrales, el uso de chiles y los métodos de cocción que se conservan a lo largo de varias regiones del país. La diversidad de antojitos, moles, salsas y guisos regionales refleja la riqueza gastronómica nacional, que es motivo de orgullo y exhibe la complejidad cultural y natural de México.
Gastronomía hidalguense
En Hidalgo, esa riqueza se expresa con particular fuerza. La entidad es conocida por platillos representativos que reflejan tradiciones ancestrales y el uso de ingredientes propios de la región.
Uno de sus platillos más destacados es el zacahuil, una especie de tamal gigante elaborado con masa de maíz, carne de cerdo y pollo, envuelto en hojas de zacahuil y cocido lentamente hasta quedar jugoso y fragante.
Los pastes, de origen inglés traído por los mineros, son empanadas rellenas tradicionalmente con papa, carne y especias, pero que hoy se adaptan con diversos ingredientes. Son un símbolo de la fusión cultural y la gastronomía minera de Hidalgo.
La barbacoa hidalguense, diferente a la de otros estados, se cocina tradicionalmente en hornos de tierra, con carne de borrego o chivo, generando un sabor ahumado y suave que es muy apreciado.
Otros platos destacados son los mixiotes, pipianes, tlacoyos, chilacayotes en dulce y ates, que conservan técnicas prehispánicas y mestizas.
Cada año, Santiago de Anaya celebra su tradicional Feria Gastronómica, un evento que reúne a productores, cocineros y visitantes para compartir y disfrutar la variedad culinaria local. Allí se degustan platillos típicos, se llevan a cabo concursos y exhibiciones, y se promueve la riqueza cultural que rodea la comida hidalguense, todo en un ambiente festivo que resalta la identidad regional.
Este evento también impulsa el turismo gastronómico y contribuye a la economía local, preservando las tradiciones culinarias y transmitiéndolas a las nuevas generaciones. La gastronomía hidalguense es, según el texto, un reflejo vivo de la historia y cultura del estado, destacando su papel en la diversidad culinaria nacional.
Ninguno de estos platillos existe en el vacío. Cada uno lleva consigo historias de tierra, clima, migración, resistencia y adaptación. El zacahuil, por ejemplo, no solo es un tamal grande: es una preparación comunitaria que exige tiempo, coordinación y conocimiento ancestral del maíz y sus variedades. Su envoltura en hojas de zacahuil —una planta local— es tan importante como su cocción, que puede durar hasta doce horas en hornos de barro o tierra.
Los pastes, por su parte, son un testimonio tangible de la presencia británica en las minas de Real del Monte y Pachuca durante el siglo XIX. Lo que llegó como comida de trabajadores se convirtió, con el tiempo, en un alimento arraigado en la vida cotidiana. Hoy existen versiones dulces, vegetarianas y regionales que ya no reconocerían sus creadores originales, pero que siguen siendo pastes: crujientes por fuera, reconfortantes por dentro.
La barbacoa hidalguense mantiene viva una técnica milenaria: la cocción subterránea. A diferencia de otras versiones que usan vapor o horno convencional, aquí la carne se coloca sobre piedras calientes, se cubre con pencas de maguey y tierra, y se deja cocer lentamente. El resultado no es solo sabor, sino aroma, textura y una experiencia compartida, pues su preparación suele ser colectiva y anticipa una celebración.
Los mixiotes —carne marinada en adobo y envuelta en hojas del mismo nombre— también dependen de un ecosistema específico. La hoja de mixiote, obtenida del maguey, no solo aporta sabor, sino que actúa como envoltorio natural que retiene jugos y evita la pérdida de nutrientes. Su uso demuestra un conocimiento profundo de la flora local y su aprovechamiento sostenible.
En las ferias como la de Santiago de Anaya, estos saberes no se exhiben como reliquias de museo. Se ponen en práctica, se comparten, se venden y se disfrutan. Los concursos no juzgan solo el sabor, sino la fidelidad a la receta tradicional, la calidad de los ingredientes locales y el manejo de las técnicas ancestrales. Las cocineras —mayoritariamente mujeres— son las protagonistas: ellas guardan, enseñan y reinventan, sin romper con la esencia.
El texto no menciona cifras de asistencia, presupuestos ni declaraciones de autoridades. No hay análisis de tendencias ni comparaciones internacionales más allá de lo ya señalado. Se limita a describir los hechos: qué se celebra, por qué, cómo se expresa en el país y, particularmente, en Hidalgo.
Lo que sí subraya es la dimensión cultural de la comida. No es solo nutrición. Es ritual, es memoria, es identidad. El pozole no es solo una sopa en Día de la Independencia: es una continuidad de ofrendas prehispánicas. El chile en nogada no es solo una receta bonita: es una narrativa histórica servida en un plato.
Y el mole —con sus decenas de ingredientes, sus horas de tostado, molido y cocción— es tal vez la metáfora más clara de lo que significa la cocina mexicana: una mezcla cuidadosa, intencional, que no borra orígenes, sino que los transforma en algo nuevo y compartido.
La UNESCO no protege recetas escritas en libros. Protege prácticas vivas. Eso significa que su supervivencia depende de que sigan haciéndose, enseñándose y valorándose. No basta con que un chef las interprete en un restaurante de lujo. Es necesario que una abuela las prepare para sus nietos, que un vendedor ambulante las ofrezca en la esquina, que un joven decida aprenderlas como oficio.
En ese sentido, el Día Nacional de la Gastronomía Mexicana no es una celebración retrospectiva, sino una llamada a la acción. Una invitación a preguntar de dónde viene lo que comemos, quién lo preparó, qué técnicas se usaron y qué historias lleva consigo.
En Hidalgo, esa invitación se hace tangible en cada bocado de zacahuil, en cada paste recién horneado, en cada cucharada de barbacoa servida en su consomé. No son solo alimentos. Son actos de pertenencia. Y eso, según lo expuesto, es lo que la UNESCO quiso proteger: no el sabor, sino lo que el sabor sostiene.