Mani murió casi a la misma edad que mis padres.
Lo cual lo hace acreedor a un lugar en el Olimpo de las cuerdas de guitarra inmoladas.
Pero, ¿quién fue Mani?
Gary “Mani” Mounfield fue el bajista que puso la primera piedra en esa construcción de psicodelia gravitacional entre capas de funk, decadencia hippie, sampleos de house con vista a Ibiza y testosterona fluida llamada Stone Roses, la banda que consolidaría la reputación del sonido Madchester. Por supuesto que su vocalista, Ian Brown, aportaba la personalidad de desmadre cínico. La guitarra de John Squire y la batería de Alan “Reni” Wren también contribuían al desacato, pero en Mani recaía la responsabilidad de darle sustento a la fiesta de cerveza y sudor de la clase trabajadora. Si algo tenían los Roses era fuerte conciencia de clase.
Yo estaba familiarizado con Manchester por el embrujo de los Smiths en mi adolescencia tardía, cuando aún creía que el imbécil de Morrissey era un ser humano decente, y mis adorados New Order a quien les debo el nombre de esta columna, no tenía ni idea de que había un sonido, o mejor aún, un movimientoque anteponía la locura de la carne y la ironía antes que cualquier ambición de trascendencia. Y una banda que ondeaba la bandera: Stone Roses.
Stone Roses llegó tarde a mi vida. En forma de un casete TDK de 60 minutos con el SecondComing en el lado B. El lado A lo ocupaba el Up toOurHips de los Charlatans UK. La guitarras con resorte del SecondComing, especialmente las del último track, “Love Spreads” fueron como un desfilibrador de optimismo en medio del encantador aburrimiento encabronado del grunge que por ese entonces me tenía obsesionado. Digamos que, con Stone Roses, sobrellevé el luto de Kurt Cobain.
Me obsesioné con el primer álbum de los Rosespublicado en 1989, con su inolvidable portada de los limones sobre una pintura abstracta hecha por el propio John Squire, al mismo tiempo que empecé a frecuentar los raves de mitad de los noventa. Era como leer la Biblia antes de la comunión del house, el Detroit Techno y la ostia en forma de un cuadrito de ácido en la punta de la lengua.
Los Stone Roses no regateaban en cinismo, honestidad y hedonismo masculino del más primitivo. En su imaginario convivían lo mismo flores que balones de fútbol y chamarras con las tres líneas de Adidas en las mangas con órganos análogos que remitían al NothernSoul, los Rolling Stones y otras raíces de la cultura inglesa.
Nada más desfachatado que empezar un álbum con la frase “I wanna be adored”, que terminaría siendo un oráculo, puesto que hoy todos quieren ser adorados a punta de likes.
Una de mis favoritas es “SheBangs theDrums” por los coros de declaración de amor a una chica perfecta y “Waterfall” tiene la capacidad de borrar todos mis resentimientos a los hippies. En mi primer viaje a Londres descubrí que los diez minutos de funk de bricolaje lisérgico de “Fools Gold” ponían lunáticos a los homosexuales de un bar leather y el mismo efecto se repitió años después en el Eagle Bar de San Francisco. Y, por supuesto, “I am theresurrection”, con ese arranque de batería bélica que abre el camino a un himno apoteótico a la resiliencia después de uno de esos chingadazos de la vida.
Y en todas esas canciones, el bajo de Mani está presente como batuta de olas de pavimento que también serían las costuras del estilo baggy, con los pantalones holgados y ese baile desgarbado.Pero sobre todo, en Mani y el resto de los Stones Roses se hace evidente que hacían música con algo que hoy escasea de maneras distópicas y crueles: placer.Lo mismo con Primal Scream, con los que Mani tocaba cuando se daba un receso de los Stones.
Hoy en día, gran parte de la escena musical está impulsada por la interacción en redes sociales, el escrutinio y la popularidad digital. La creación es lo de menos.
El álbum debut de los Stone Roses es fundamental en mi vida, no creo ser un fan devoto y aun así la muerte de Mani logró sacudir una inesperada melancolía en mí. Será porque en su música se encuentra la vitalidad de tiempos más sencillos. Recuerdos donde la realidad importaba y la camaradería burbujeaba en la pista de baile.
Hace relativamente poco me encontré con un reel de Instagram en el que una banda mexicana confesaba frente a la cámara que estaba considerando un cambio de dirección, pues su sonido no generaba el engagement que tenían previsto. No diré nombres porque soy puto pero no lioso. Lo importante es que aquella profecía de querer ser adorados terminó cumpliéndose de manera agotadora y estéril.
Siempre he creído que cada muerte de nuestros rockstars es un melancólico aprendizaje de lo que significa ver partir a nuestros seres queridos, a nuestras parejas, amigos. Un ensayo de nuestro propio ocaso. Me pasó con Kurt Cobain y Layne Stanley. Me pasa con Mani, que ahora es luz y resurrección.
La primera resurrección de los Stone Roses.