J.G. Ballard confesaba que aquellas convicciones de la juventud no se evaporaban conforme envejecía; al contrario, se intensificaban, cobraban un sentido, acaso, más sensato. En su vejez comprobaba sus sospechas. A diferencia de la tendencia popular que sostiene que volverse conservador en la tercera edad es una obviedad tan inevitable como las arrugas o los pelos en las orejas.
Las velocidades digitales han perturbado dicha percepción. No solo por el hecho de que, según el termómetro de los likes, la tercera edad arranca a los 40 años; después de este techo solo hay lugar para los señoros o boomers. También lo es que las juventudes actuales han demostrado ser extremadamente conservadoras, más que cualquier anciano que se vuelca a los mandatos de Dios conforme la muerte le va pintando las canas, le arranca los dientes y le estimula la próstata.
La derecha, asumiendo presidencias en distintas capitales del planeta, es un logro en buena medida del voto juvenil, que encuentra en el conservadurismo una estabilidad perturbada por la vorágine de las redes sociales: “Ser conservador es lo más cool que te puede pasar hoy en día, vestirte recatada, volver a Cristo y sus valores es lo que está en tendencia”, dijo una chica de apenas 22 años en un reportaje para la PBS. Dado que lo conservador es lo más cool que te puede suceder, ¿por qué dicha mujer perdía su tiempo en su pequeño negocio de souvenirs cristianos en lugar de buscar marido? Quizás esto se resuelva con su otro negocio como influencer de una famosa cuenta de TikTok, donde se describe a sí misma como tradwife o esposa tradicional.
Hasta hace no mucho, el año pasado incluso, las respuestas progresistas a estas posturas se percibían como fuente de la juventud. Señores de 50 o 60 años opinaban sobre el lenguaje inclusivo y la modernidad se posaba sobre sus arrugas. Hoy, los progresistas son los nuevos boomers.
La trampa está en concluir que, en redes sociales, los polos son correctos o inadmisiblemente malos. Hoy nos hundimos en las consecuencias de todos esos debates instantáneos, como los del canal Jubillee, que en teoría promueven el encuentro de ideas cuando en realidad es un simple espectáculo de resistencia en donde los invitados aparecen a cuadro pavoneándose de sus convicciones totalitarias como plumas en el culo. El empobrecimiento del debate solo acarrea simplismo, pobreza lingüística. Usuarios que descifran las palabras en TikTok antes de abrir un diccionario; que buscan humillar antes de analizar una perspectiva distinta, siempre rodeados de ofertas porque al algoritmo lo único que le importa es vender.
En realidad, las redes sociales, todas, son conservadoras. Sin excepción. Y, por ende, nosotros, los sus usuarios, que fluimos en un mall de odio con buenas intenciones.
Ballard, que es el auténtico Nostradamus, ya lo había anticipado en su texto Super-Cannes del año 2000: “El siglo XX termina con sus sueños en ruinas. La noción de comunidad como una asociación voluntaria de ciudadanos iluminados por el conocimiento ha muerto para siempre… hoy, para que la gente se sienta en comunidad, necesita ir al bar de un aeropuerto o al elevador de un centro comercial”. Sin mencionar que hoy los centros comerciales, al menos en Estados Unidos, se ven como los moteles semiabandonados que Ballard describía en sus cuentos reunidos en “Mitos del futuro próximo”, con todas esas albercas de agua gris y sillas de playa flotando en medio.
A veces pienso que la única posibilidad de escapar a la tentación del conservadurismo es volver a las cloacas allá afuera, en la vida real.
Recién acaba de terminar el Psyched! Fest. Un festival de corte intimista que a lo largo de dos semanas reunió pequeños toquines de bandas subterráneas en locales clásicos de San Francisco, con presentaciones de largo alcance, como las de Black Rebel Motorcycle Club o Los Dandy Warhols.
La mayoría de los asistentes fueron jóvenes con el único objetivo de disfrutar mientras descubrían nueva música no necesariamente gringa, por ahí convivieron los Carrion Kids o Diles que No Me Maten de México con Bar Italia o Acid King. Como si fuese un capítulo inédito de Greil Marcus, la gestión del festival y su logística se llevaron a cabo por voluntarios que solo querían colaborar a cambio de satisfacciones sonoras. Las entradas eran accesibles incluso para San Francisco, al igual que los tragos. Un escape a las predicciones ballardianas, donde la comunidad se convierte en una realidad subterránea, entre pasos de cumbia y un moshpit intenso y solidario.
No se crea que describo una especie de utopía post-hippie. Lo que predominó fueron la psicodelia, el postpunk y el shoegaze con visuales lisérgicos e imágenes yuxtapuestas. Por demás fue interesante ver a jóvenes y a otros no tanto convivir, sin las rígidas consignas que inundan las redes sociales, desde una realidad tangible donde se puede convivir sin el escrutinio de los likes ni las convicciones simplistas. Más que conclusiones parecen berrinches retóricos.
No dejo de pensar que hoy la gran virtud de los circuitos de música subterránea es su realidad. Hoy la realidad es resistencia, mientras que la superficie es un fondo de TikTok.