Sociedad

Hay peligro en el elevador

Por supuesto que me he puesto en peligro al dejar que las hormonas se encarguen de mi sinapsis. Y fue por andar contactando a hombres en internet.

Hace 15 años no había app. Lo que dominaba en ese entonces era gay.com y funcionaba bastante bien. Mi perfil llamó la atención a un bato comprometido con la causa sado. Creo que mi nickname era algo así como BlackFlagGayHRDCR, haciendo referencia a la banda y al género, pero él lo interpretó como sexo duro. Le insistí en que el hardcore era lo que el punk siempre debió ser, que Henry Rollins era mi pastor, que el moshpit era como una orgía en donde los empujones sustituían la penetración: “¿Entonces te gustan los chingadazos?”, me preguntó.

Esa debió ser una alerta, una bandera roja, como lo propone el vocabulario replanteado por la posmodernidad, ese que plantea el constante estado de alerta como un estilo de vida.

¿Fue mi culpa? Quizás. Él había sido franco conmigo, me dijo que lo suyo era ser máster, dominar en serio y sin piedad. Que encontraba cierto placer en dominar a otros dominantes. Su voz era intimidante de un modo sobreactuado. Lo cual me provocó cierta ternura. Como decía Oscar Wilde: la única forma de evitar la tentación es caer en ella. Caer en la trampa de la tentación de poner a prueba la resistencia de mis límites y prejuicios es una droga para mí. Ya sé que las redes sociales venden las fantasías sobre las experiencias. Los usuarios creen que tienen fundamentos sobre cualquier tema después de una hora en TikTok, pero, ¿cómo hablar de algo que no se ha vivido en carne propia? Por eso acepté la invitación. Por eso me casé y cruzar mi propia frontera con el Jim ha sido una de las aventuras más gozosas.

No así con aquel bato dominante y sado. Lo que nunca me dijo era que entre sus planes estaba atravesarme con unas puntas de hierro en los pezones. Debí haber prestado atención al cuestionario que me dio al segundo trago. En su salón de juegos tenía un archivero, como sacado de un pasillo del ISSSTE, de donde sacó una fotocopia llena de preguntas de opción múltiple en las que las palabras dolor, golpes y sangre se repetían. Mientras tachaba las casillas, prendimos un churro.

La sucesión de hechos sigue siendo borrosa. Solo recuerdo balbucearle que se detuviera, boca arriba, casi inmovilizado, con los músculos entumecidos, desfasados de mis pensamientos durante segundos. Como cuando se te sube el muerto. Solo respiré hondo hasta poder controlar el puño y cerrarlo. Fue que se lo arrojé al oído. Los fierros eran como esas agujas gigantes que usan para los alambres de carne con pimiento y cebollas que luego ponen al asador. Creo que también le gustaban los golpes duros. Le solté un par de puñetazos cegado por la rabia. Me odiaba a mí mismo por no haber calculado las consecuencias. Me detuve y me largué antes de que aquello acabara en tragedia, sintiéndome estúpido y vulnerable al mismo tiempo. Recuerdo que de repente un apetito feroz empezó a carcomerme las tripas. Era el instinto de sobrevivencia que me orientaba, quizás si comiera algo, el mareo y los hormigueos se desvanecerían. Mientras me echaba una torta de pierna, pensé que quizás le puso algo a mi cerveza.

Por suerte puedo contarlo. ¿Por qué acepté? No lo sé analíticamente, mi subconsciente y yo somos amigos y rivales. Por caliente, seguro. Decía Milan Kundera que la vida es demasiado corta como para saber si las decisiones que tomamos fueron correctas o desastrosas. ¿Merezco morir por eso? No.

Así como el regidor de Tamaulipas, Brayan Nicolás Vicente, no merecía morir por usar una app de encuentro para los propósitos que le dieran la gana. Una app que, por cierto, siempre me ha generado desconfianza. Censuran palabras y los perfiles que las usan, pero al parecer los asesinos pueden escribir frases amables de condescendientes y quedarse con lo que les dé la gana. He ahí uno de los puntos ciegos de la corrección política en el lenguaje. Atribuirles a las palabras virtudes morales no modifica el acto ni sus intenciones.

Brayan era regidor de Tamaulipas. Se le vio en un elevador con dos hombres con mascarilla. Los hombres de la app. Lo mataron. Pudieron quitarle las tarjetas y huir. Pero hubo la intención de tortura. Como siempre, las redes sociales que en su innovadora tecnología fomentan un conservadurismo básico y salvaje salieron de sus agujeros para saborear el olor a muerte. No es que lo se mereciera, pero se lo buscó, por ponerse en peligro, escribieron. Algunos homosexuales se jactaron de estar vivos gracias a su aburrida abstinencia.

Una de las grandes armas de autodestrucción de la homosexualidad ha sido la hipocresía y el castigo que nos regaló la sociedad buga para incluirnos en su funcionalidad. Si algo he descubierto de San Francisco es que su fama de capital gay del mundo se debe a que la relación con la sociedad se subvierte.

Aquí la libertad gay es la que se impone frente a los convencionalismos hetero. Los tratamientos como el PReP, el DoxyPeP o los antirretrovirales abordan las dinámicas de promiscuidad sin linchamientos. La tolerancia implica ver a homosexuales desnudos a las tres de la tarde, gente con jockstraps en el metro, cruising en los parques después de las nueve de la noche. Es una ciudad hipersexualizada sin duda. Hay veces que a ciertos bugas no les parece y es cuando toca sacar el orgullo y defenderse, lo cual es peligroso porque nunca se sabe qué cobarde trae una navaja o una pistola. El escritor Dennis Cooper plantea que los homosexuales se someten al peligro impulsados por el nihilismo de nuestra condición antirreproductiva. A menudo lo acusan de homofobia interna.

Mientras escribo esta columna, me llega el mensaje de que un funcionario público abiertamente gay ha sido asesinado en Jalisco. Tampoco merecía morir.


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Wenceslao Bruciaga
  • Wenceslao Bruciaga
  • Periodista. Autor de los libros 'Funerales de hombres raros', 'Un amigo para la orgía del fin del mundo' y recientemente 'Pornografía para piromaníacos'. Desde 2006 publica la columna 'El Nuevo Orden' en Milenio.
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