Hay un recurso viejo, cansado y sin embargo infalible en la política mexicana: culpar al pasado. Es la muleta eterna. El refugio perfecto. El pararrayos de cada tormenta.
Y no importa cuántos años lleve gobernando una administración; el pasado sigue ahí, intacto, como si fuera un adversario vivo, respirando, esperando ser señalado para justificar cada falla del presente.
Pero imaginemos, por un instante, que ese pasado desapareciera.
Que se esfumara como humo.
Que ya no existiera ese villano conveniente para explicar por qué las cosas siguen sin funcionar, por qué ciertas decisiones se toman mal, por qué los errores se repiten y por qué la corrupción no termina de morirse aunque la prometan enterrada cada sexenio.
¿Es posible un escenario a nivel federal sin Felipe Calderón, Peña Nieto, García Luna, o en Tamaulipas sin Francisco García Cabeza de Vaca?, los villanos favoritos de la cuatroté.
Si borramos el pasado, ¿a quién se le entrega la culpa?
¿A quién se le cuelga el fracaso del día a día?
¿Dónde descansa el discurso cuando ya no hay herencia maldita que cargar?
Porque la verdad es simple y, quizá por eso, tan incómoda: un gobierno que ya vive de su propio tiempo no puede seguir alimentándose del ayer. Ya no es herencia; es responsabilidad. Ya no es lo que recibieron; es lo que han hecho —y lo que no han querido o sabido corregir.
El pasado sirve, sí, pero no como coartada. Sirve para aprender, para ajustar, para no repetir. Para crecer como país, no para justificarse como gobierno.
Lo otro —eso de culpar siempre hacia atrás— termina siendo un acto de evasión elegante, casi coreografiado, que intenta ocultar que los problemas también se incuban en el presente.
En México y Tamaulipas el pasado se ha convertido en el chivo expiatorio oficial, permanente, inagotable, un tótem de culpas y una sombra útil.
Es muy cómodo: si algo falla hoy, “fue por lo que heredamos”. si hay corrupción nueva, “viene de estructuras viejas”. si la inseguridad no cede, “es el resultado de décadas” y si no arranca una reforma, “los de antes lo dejaron hecho pedazos”.
Y aquí está la pregunta que desnuda al poder:
Si el pasado no existiera, ¿quién cargaría entonces con los desaciertos del hoy?, Dos Bocas, Segalmex, viajes fifis de políticos y funcionarios morenistas, fortunas de origen dudoso, nada que los haga diferentes a los actores del pasado que tanto critican.
Tal vez esa respuesta explique por qué el pasado nunca muere en el discurso: es demasiado útil para dejarlo ir.