Los autócratas necesitan ser adulados. No les basta con el simple ejercicio de unas potestades corrientes sino que requieren de alabanzas y constantes aplausos para sentir que ejercen un poder directo sobre los demás: los del círculo cercano, en un primer momento, pero también todos los otros, los integrantes de un pueblo que debe ser avasallado para dejar bien claro quién manda en el reino republicano, con permiso del contrasentido.
El primer componente del opresor es la vanidad, en oposición a la obligada reserva del gobernante sujeto a los controles y contrapesos dispuestos por el sistema democrático, así sea que durante el desempeño de la encomienda, trepado a su ladrillo, pueda perder piso y sentirse por encima de los otros mortales. Se sabe efímero, sin embargo, no sólo por su fatal condición humana sino porque, sonada la hora, tendrá que trasmitirle el mando a los de enfrente, en el peor de los escenarios o, en un desenlace apenas menos amargo, al más odioso de los competidores de su propia cofradía.
No es ninguna casualidad que Donald Trump, fiel a su vocación de tiranuelo y dedicado a la tarea de desmantelar los estorbos institucionales que encuentra en el camino —por eso arremete contra los jueces, por eso vocifera que sean encarcelados sus opositores, por eso desmonta organismos, por eso entabla querellas legales contra los medios críticos y por eso desconoce los resultados de un proceso electoral en el que no fue el ganador— se domestique al escuchar el canto de sirenas de los zalameros.
Hace un par de semanas, o algo más, una delegación de mandatarios africanos se reunió con el presidente estadunidense y, al parecer, la estrategia de los señores fue decirle al reyezuelo que el premio Nobel de la Paz debería de serle gloriosamente obsequiado en virtud de sus logros en el apartado de la política exterior.
Se entiende, naturalmente, que esos mandamases procuren proteger los intereses de unas naciones, las suyas, ancestralmente vulnerables y que, amenazadas de no poder ya comercializar lo poco o muy poco que le exportan a los Estados Unidos, se estén jugando su futuro mismo.
El tema, con todo, no es la disposición de los visitantes a negociar sino las reglas no escritas que impone la presencia de un individuo arrogante al que, como un mocoso malcriado, hay que suavizar con embelecos y lisonjas.
Pero, miren ustedes, no fueron los únicos, esos pobres africanos, en sacarle réditos a la receta sino que, a finales de junio, el mismísimo Mark Rutte, un tipo muy respetable, antiguo primer ministro de los Países Bajos y actualmente secretario general de la OTAN, ni más ni menos, llevó la obsequiosidad hasta el punto de soltarle a Trump, en un mensaje, que fue un daddy —un papito, podríamos acuñar en castellano— al intervenir en el conflicto Israel-Irán. Ocurrió durante un encuentro en una cumbre celebrada en La Haya para fijar el gasto en defensa de los europeos.
Así funciona el mundo en estos momentos, señoras y señores.