Cultura

Sobre la experiencia de leer poesía

Hay un tercer tiempo en el ajedrez: una vez que termina la partida, los jugadores suelen conversar sobre los campos de fuerza, “regiones que se caracterizan y se diferencian por el hecho de que hay determinados acontecimientos que pueden o no tener lugar en ellas”, describe George Steiner (1929) en la crónica Campos de fuerza del inolvidable campeonato mundial de la especialidad en la capital Reikiavik, en la costa de Islandia, en 1973. Lo importante para los jugadores no es el escaque concreto, ni la pieza singular, reflexiona el maestro, “sino un cúmulo de acciones potenciales” que se producirán en el momento en que sea justo para avanzar hacia la victoria.

Un buen jugador de ajedrez sabe cuándo dominar esos campos. Al principio, los cuatro escaques del centro; en el desarrollo, los flancos; al final, la región del jaque mate.

Presiento que esto sucede en algunos libros de poesía. Hacer un libro requiere tener presente lo escrito en cada pieza que lo integra, pues un poema no es en sí un libro, pero contiene la sustancia que al final lo forma. Se dice que el gran maestro Bobby Fischer /1943-2008) poseía una memoria absoluta de las setecientas partidas que disputó en matches y torneos. El poeta, a su manera, es como el ajedrecista: un poemario nunca pierde de vista sus partes, y casi podría decirse que cada poema resguarda la imagen del conjunto.

Jorge Luis Borges (1899-1986) pensó que el poeta escribe un solo gran poema conformado por los que concibe durante toda su vida. No creo que sea así para la mayoría de los escritores; sí creo, en cambio, que un libro de poemas delata la pericia de su autor para lograr la unidad de una serie, reunida en un libro. Sucede también que el poeta cree tener el potencial de un libro en los tres o cuatro poemas que ha escrito: nada más engañoso, pues el libro se escribe paulatinamente, como gradual es la fisonomía que adquiere cuando los poemas se engarzan entre sí en el orden original en que fueron escritos.

Incurable (Era, 1987), del mexicano David Huerta (1949), es un buen ejemplo de esa unidad literaria lograda con base en una secuencia clara de escritura, dado su largo aliento —389 páginas de poesía en nueve capítulos—; su división interna muestra no solo un esquema general de los campos de fuerza: cada estancia es un territorio amplísimo de intensidades y revelaciones que forman el tono predominante del poema, extenso, continuo, concéntrico —poco común en la poesía mexicana actual. Así, un motivo poético se reitera en otra parte, con otro tratamiento, y se revela novedoso, aunque complementario a lo largo del conjunto.

Como el ajedrecista, el poeta de un libro acabado no es del todo intuitivo. El orden de sus poemas en el texto acaba siendo la argumentación de su propio concepto de poesía; sin embargo, ese concepto solo se comprende si se le enuncia, a la manera en que los poemas lo hacen: en su lectura. No me refiero al hecho, comprobable, de que el libro se transforma en cada nueva lectura, sino al de que los poemas son esos espacios de evolución y para la evolución de la poesía que le da sustento. Forman campos de fuerza. Piensa en ello cuando leas un libro de poesía.

Porfirio Hernández

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Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de MILENIO DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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