En los últimos años, el concepto de “cancelación” se ha establecido como un fenómeno central en el debate sobre la libertad de expresión, ya que conlleva implícitamente la intención de silenciar el disenso y restringir el ejercicio pleno de la libertad de expresión, en aras de corregir lo que se considera una injusticia social.
Si bien la libertad de expresión no puede ser absoluta, y el discurso de odio debe ser regulado, el fenómeno de la cancelación, en muchos casos, parece desbordar estos límites, ya que actúa como una forma de autocensura social que restringe el pluralismo y el debate abierto, además de que no solo afecta a la persona directamente involucrada, sino que tiene un impacto más amplio sobre la sociedad, al erosionar la confianza en los mecanismos democráticos de deliberación y en el derecho a la disidencia; a medida que los ciudadanos se ven cada vez más presionados a conformarse con las normas impuestas por la mayoría (o por las corporaciones mercantiles), se corre el riesgo de que se haga más difícil expresar opiniones impopulares o que incomodan el statu quo.
Si bien la cancelación se presenta como una forma de control social ejercido desde abajo, su impacto sobre la libertad de expresión no es menos preocupante que la censura que proviene de cualquier otro agente de poder; la dinámica de autocensura impulsada por el miedo a ser cancelado o repudiado tiene efectos similares a la represión política en los regímenes autoritarios: ambas socavan la confianza en el debate público libre y abierto; la diferencia radica en el alcance y la violencia de las represalias, aunque en esencia el resultado es el mismo: la limitación de la libertad de expresión.
El riesgo es que la aceptación o banalización de la censura en cualquier forma, ya sea a través de la cancelación o a través de la represión, allane el camino para el autoritarismo. Cuando la gente comienza a acostumbrarse a la idea de que ciertas opiniones o visiones del mundo no deben ser escuchadas, se abre la puerta a un debilitamiento progresivo de la democracia; los derechos humanos, incluidos los derechos a la libertad de expresión y a la participación política, son el pilar real y simbólico que se socava.
Recordemos que el derecho a opinar, disentir y debatir es invaluable y no deberíamos permitir que la presión social o la mano dura de los gobiernos nos silencien.
Solo una ciudadanía que respete y proteja la libertad de expresión, en todas sus formas y expresiones, podrá enfrentar el riesgo de un autoritarismo ascendente. La defensa activa de los derechos humanos, sin caer en la trampa de la censura, es la única garantía de que las sociedades democráticas sigan siendo verdaderamente libres.