Casi 126 años después de su muerte, el poeta mexicano Ramón López Velarde (1888-1921) sigue siendo, para muchos, el poeta de “La suave Patria” (El Maestro, 1921), un himno dulce y terrenal que lo consagró como voz nacional, patriota y monumental, poco leído, desafortunadamente. Sin embargo, hay otro López Velarde más íntimo que eligió la prosa para decir lo que el verso, a veces, no podía contener, en un género que lo consagró como un impulsor de la poesía en prosa, menos citado por menos conocido, aunque igual de profundo que el poeta de los versos más diamantinos; hoy, acercarse a esa prosa significa, en realidad, descubrir a un escritor más complejo y vanguardista.
En libros como El Minutero y Don de febrero, el poeta nacido en Jerez, Zacatecas, no escribió simples crónicas o artículos en los periódicos de su época, sino poemas en prosa: piezas breves en los que la emoción y el ritmo mandan; sus motivos: una calle, una bailarina, una cantante, un recuerdo o un objeto cualquiera —un reloj, un farol— se cargan de significado; ahí reside su arte: transformar lo cotidiano en experiencia reflexiva y lírica sobre su propio ser; estilísticamente, hacer que las palabras respiren con una musicalidad propia y, mismo tempo, cuestionen su relatividad.
Este López Velarde prosista es, quizá, la vía mejor para contrastar la imagen rígida del “poeta nacional” de los libros de texto; su obra en prosa nos señala una voz lírica que duda, que observa, que siente el peso de la fe y el deseo, el escepticismo y la plenitud; una mirada humana en lo que tiene de contradictoria y dicotómica; por eso, leer su prosa es, más que un abundamiento erudito, una invitación a indagar en la curiosidad de una complejidad individual: una puerta abierta a conocer la trastienda de su genio.
Reproduzco aquí, de memoria, un fragmento de su “Obra maestra”, que versa sobre la potestad de no tener hijos:
“Somos reyes, porque con las tijeras previas de la noble sinceridad podemos salvar de la pesadilla terrestre a los millones de hombres que cuelgan de un beso. La ley de la vida diaria parece ley de mendicidad y de asfixia; pero el albedrío de negar la vida es casi divino”.
Una mezcla de honda reflexión de quien mira el mundo con ojos críticos, aun sin argumentar ni convencer. Por eso, tengo para mí que difundir esta faceta del poeta Ramón López Velarde es un regalo para el lector no especializado, pues permite armar el rompecabezas completo de su obra, vista y juzgada muchas veces; al mismo tiempo, permite acerca la poesía a quienes creen que el poeta vive solo de sus versos; finalmente, digo yo, revela que la belleza puede cohabitar en la reflexión de un argumento en un párrafo bien construido, a la manera de una confidencia, en ese territorio libre entre el poema y el ensayo.
Al leer a López Velarde, podremos constatar su lección más valiosa: la literatura no entiende de géneros menores: debe ser escrita con entrega y fervor, honestidad intelectual y estándares estéticos; la prosa, cálida y honda, de sus libros sigue esperando a que más lectores descubran, en sus pausas y sus fulgores, el latido de un poeta que convirtió la palabra en revelación.