Ante la posibilidad del ateísmo, Dostoievski se preguntaba: si Dios ha muerto, ¿todo está permitido? El pensamiento de Nietzsche conlleva una lúcida respuesta a esa pregunta. Para él, la ausencia de Dios debería, en dado caso, despejar el panorama para que el ser humano fuera capaz de crear nuevos valores que defendieran la vida: valores vitales que respetan la vida y su creatividad.
La idea de la muerte de Dios no pretende negar la existencia de Dios tanto como señalar que, estructuralmente, existe una falla en esa idea: para Nietzsche el Dios cristiano, en lugar de procurar vida ha traído al mundo malestar y descontento a través del concepto de “culpa”. Y en efecto, para esta religión todo se centra en la culpa: el ser humano puede ser culpable por pensar, hablar, actuar o por omitir su acción. Es más, se trata de un ser que es pecador por el solo hecho de haber nacido; la idea del pecado original cimenta, fundamenta su estancia en el mundo, como la de un ente pecador.
Nietzsche considera que estas ideas conducen a una sociedad neurótica y que nada sano puede surgir de ahí. Dios, para él, debería ser el Dios de la naturaleza y de la vida, y no de la vida salvaje, sino de la vida creativa. Esa idea aparece y reaparece a lo largo de toda su obra con diversas “máscaras”; esto es, la presenta en una serie de metáforas en las que defiende el valor de la creación humana a través del arte, la ciencia y la mitología.
De modo que, en su pensamiento, la medida con la que se juzga todo, la tabla de valores, por así decirlo, sería preguntarse en qué medida una creencia engrandece la vida, en qué medida resulta vital y creativa, en lugar de destructiva o empobrecedora.
Al ver las representaciones de las diversas pasiones no solo en México, sino en muchas partes del mundo, deberíamos pues preguntarnos: ¿es esto sano? ¿Engrandece, honra la vida?
Que cada quien responda con honestidad, sería un primer gran paso.