Me di cuenta que en realidad no me amabas desde el día que te pedí con lágrimas en los ojos que me defendieras de tu familia, quienes me maltrataban y empezaste a gritarme y a manotear el volante mientras manejabas.
Me asusté y abrumé tanto, que me aventé de la camioneta en movimiento. Tenía cinco meses de embarazo.
Aun así me quedé.
Me quedé porque era joven y creía que al amor todo lo podía.
Creía que ser amada debía ganarse, porque así me enseñaron desde niña: dieces a cambio de sonrisas y abrazos, ¿no, papá?
Me di cuenta que no me amabas cuando, embarazada de nuestro segundo hijo, pasaba por ataques de pánico y tú te ibas a dormir, dejándome sin poder respirar, en medio de un charco de vómito y orina, sin más compañía que las mujeres detrás del celular que me arrullaban y daban instrucciones mientras tú dormías.
Por primera vez le puse nombre. VIOLENCIA. La misma que le tumbó los dientes a mi mamá.
Aun así, me quedé, porque hablé, nombré y peleé para que me trataras con decencia, creyendo que eso sería suficiente.
Me di cuenta que seguías sin amarme, cuando el día de mi cumpleaños y embarazada de nuestro tercer hijo me miraste a los ojos y me dijiste que no me amabas y que me dejabas.
Sí, embarazada, anémica, deprimida, sin dinero ni trabajo ni patrimonio, con otros dos hijos y el día de mi cumpleaños.
No me quedé porque no me dejaste hacerlo y otras mujeres tuvieron que, literalmente, levantarme del piso de afuera de la escuela de mis hijos y llevarme a un lugar seguro para tratar de que volviera a amar la vida.
Lo hice.
Lo hice, pero volviste dos meses después y si, otra vez me quedé.
Después de eso, una y mil veces me dijiste de mil maneras que no me amabas.
A veces eran cosas simples como dejar morir mi jardín cuando en la división de labores te correspondía cuidarlo, o te pedía algo, me decías que lo harías y jamás lo hacías, otras, ignorando mis estados de ánimo al punto que, de nuevo, pasaba ataques de pánico en absoluta soledad.
Otras veces fueron más graves, como las veces que no te operaste para no tener más hijos y aún así me manipulabas emocionalmente para tener sexo porque era el único momento y la única forma en que me demostrabas cariño y afecto y después tuve que pasar por ILEs tremendamente traumáticos.
Y si, aún así me quedé porque adivinen:
A mí me enseñaron que el amor es un intercambio y mi lógica y mi cerebro adicto desde la infancia al ideal del amor romántico me ha enseñado que si resisto lo suficiente, la recompensa llegará, que necesito esforzarme más y ser más adecuada, que “pobrecito, a él no le enseñaron cómo amar” y entonces yo debo enseñarle, que él también sufre por no amarme, que al menos no me pega, que a donde me voy sin dinero, ni trabajo, enferma y entristecida.
Así funciona el sistema de quedarnos donde no nos aman. La esperanza envenena y nos aleja día a día del amor que nos merecemos.
El amor propio es una fantasía inaccesible y alcanzar la dignidad de rechazar los amores malditos y deficientes de otros resulta una dura batalla que librar.